
Del hombre-instinto y el hombre-abstracto al hombre-razón pura
La realidad no sólo puede interpretarse desde la razón. La razón nos da herramientas para dar forma a lo poco que nuestros sentidos biológicos pueden captar de lo que está a nuestro alrededor. Pero la razón no es la única vía para explicar lo que nos llega desnudo de formas y definiciones. La intuición, por ejemplo, es una vía alternativa. Cuando intuimos un riesgo, una amenaza o una oportunidad no estamos utilizando, al menos de forma consciente, las herramientas de la razón. Las emociones también intervienen en construir nuestra realidad. Un ejemplo claro está en la flexibilidad que podemos notar en el tiempo cuando estamos envueltos en una emoción agradable o al contrario. Desde la razón, sesenta segundos transcurren siempre igual. Desde la emoción todos sabemos que no es así.

La razón, además, se retroalimenta y nos empuja a crecer sobre los mismos cimientos produciendo una falsa realidad de evolución de la humanidad. Una evolución centrada en exclusiva en aquello que la razón domina, como la física o la química, creando leyes universales inamovibles sólo ligeramente franqueables por mentes únicas y privilegiadas, cuyos dones personales alcanzan a superar las barreras “razonables”. Y en este avance hacía más tecnología, más comercio, más posesiones, etc., empequeñecemos como seres humanos. O como mucho nos mantenemos como hace miles de años.
En tiempos remotos el monarca era el instinto. Todos los seres vivos se rigen por el instinto que, a su vez, está orientado a hacer posibles los tres fines últimos de la vida: la autoconservación, la autoregulación y la autoreproducción. En nuestro caso el instinto y la intuición, como sensación premonitoria del primero, se concreta en una serie de comportamientos basados en experiencias acumuladas por nuestros ancestros y que de alguna manera permanecen vigentes en algún lugar de nuestra memoria. Un lugar que responde a la necesidad de una forma rápida e instantánea, sin necesidad de elaborar pensamientos. El instinto, por ejemplo, es el que nos hace desconfiar de los peligros (autonconservación: cuidar de nuestra propia integridad), buscar el alimento más acertado (autoregulación: disponer de las proteínas y otros elementos necesarios para que nuestras células crezcan y se autoreparen) y el que elabora todo el arsenal de comportamientos relacionados con el sexo (autoreproducción: el mantenimiento de la especie). El instinto, con diferentes grado de automatismo, rige cada minuto de todo ser vivo, desde una ameba hasta una ballena.
Pero en nuestro caso, en algún momento de un pasado no tan remoto en términos evolutivos, el instinto vino a completarse por algo que yo llamo la abstracción. De alguna manera, alguno de los tres propósitos básicos de la vida, o una conjunción maravillosa de los tres, empujó a nuestra especie hacia el pensamiento abstracto. Un incipiente pero ya muy elaborado lenguaje que facilitaba la comunicación social, la vida en comunidad que estrechaba los lazos entre los individuos e incitaba a compartir y la competencia por la propia supervivencia entre diferentes comunidades fueron probablemente causas destacadas de ello. El caso es que los humanos empezamos a representar el mundo que nos rodeaba y a imaginar cosas que no éramos capaces más que “ver” en nuestro interior. Las pinturas rupestres y los enterramientos elaborados no son más que minúsculas muestras de lo que este cambio de relación con el entorno debió representar. Empezamos a interpretar el universo de una forma que trascendía el impulso de los instintos. El esfuerzo físico (preparar el lugar) y emocional (sentimientos de tristeza) que representa enterrar a un miembro de la comunidad, en comparación con el abandono del cuerpo fuera del lugar de residencia, atenta contra el instinto que nos habla de no gastar energía en cosas innecesarias, ya que este gasto después hay que compensarlo con mayor cantidad de alimento. El paso a la abstracción significó el nacimiento de los conceptos abstractos tan complejos de definir todavía en la actualidad. Conceptos como la justicia, la libertad, el arte, la espiritualidad, el altruismo, el amor, la belleza, la bondad y tantos otros empezaron a hacerse un hueco en nuestras vidas.



O buscamos la forma de cambiar este paradigma o estamos abocados al más grande de los fracasos. Deberíamos explorar con más atención el calado de nuestras emociones, dejarlas fluir con más naturalidad y observar qué explicación nos dan de lo que nos rodea y qué múltiples realidades construyen a nuestro alrededor. Podríamos empezar por aquí, dado que las emociones son el único frente abierto que resiste al dominio de la razón, aunque muy sometidas a su dictado. De lo contrario seguiremos alimentando al único enemigo que la razón ha dejado sobrevivir, por interés propio y por el dominio que le ha proporcionado sobre las sociedades, y que ahora se está convirtiendo en una fuerza tan asfixiante como la razón pura: la religión.
La religión, desde un punto de vista más dogmático, o la espiritualidad desde una visión más flexible, han sido durante miles de años las únicas vías posibles que permitían canalizar todo lo de abstracto propio de nuestra naturaleza y que, golpe a golpe, hubiera impedido la entronización de la razón. Pero precisamente por ello ya no les caben más esperanzas, más efervescencia irracional. Hoy lo sufrimos con el auge de los fanatismos, que no tratan más que imponer la razón, con su legajo de normas, leyes, manuales, prohibiciones y restricciones a la religión y la espiritualidad. Y muchos caen en la trampa, apoyando que se liquide la vía espiritual y se imponga definitivamente la razón pura y dura. Mientras la razón tuvo bajo control la espiritualidad y la religión, mostrándolas como pequeñas válvulas de escape a explicaciones irracionales de la naturaleza, la dictadura racional no estuvo en peligro. Pero hoy podemos ver cómo la propia razón está desbordándose y accediendo a un campo que debería estarle vetado. Cuando la razón entra en el mundo espiritual, éste debe empezar temblar y preocuparse.

No debería ser ese el camino. Si pudiéramos explorar la multitud de puertas cerradas capaces de aportar a nuestra existencia otras soluciones, podríamos aspirar a cambiar el paradigma de la razón. Si entendiéramos que la razón no es más que una herramienta poderosa que nos permite interpretar mejor y más prácticamente aquello que nos rodea, pero que no es la única explicación a todo, podríamos dejar intervenir en nuestros procesos de decisión otros puntos de vista más abstractos y trascendentes. Podríamos recuperar conceptos como la interpretación mítica, la emocional, la intuitiva, o simplemente relajarnos ante hechos que no precisan explicación sino que se les deje fluir.
Desde estas líneas reivindico la fuerza de las emociones y las explicaciones abstractas del universo y os animo a escuchar ese murmullo interior que llevamos todos dentro y que no es capaz de hacerse notar por encima de la dictadura racional. Hay que entender y difundir que el instinto, la abstracción y la razón son enfoques complementarios y que cualquiera de ellos es válido para interpretar y vivir en el mundo. Hagamos fuerza, entre todos podemos cambiar las cosas.

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