DIOCLECIANO (245-313)
(Mayo 2003)
Todos dicen que tendría que estar en la cama. ¡Al infierno con ellos!. Nada me sienta mejor que estar aquí sentado, frente a esta mesa que he hecho colocar en medio del jardín. Las primaveras son frías en la Iliria que me vio nacer, pero nada me place más que estar aquí, sólo, escribiendo estas notas que me relajan, bajo este viejo manto que conservo de mis años de campaña al mando de las legiones. Tengo ya 67 años (año 313) y siento que la vejez empieza a ganarme el pulso. Apenas puedo ya abrir surcos con el azadón en el huerto que ahora me entretiene. El futuro se me presenta breve. Pero no puedo quejarme, he sufrido un pasado preñado de sucesos que harían de uno en uno palidecer a cualquier ciudadano.
Ahora que entiendo que el fin se acerca, considero necesario dejar por escrito mi opinión sobre los hechos que he vivido. No en busca de que se haga justicia sobre mi persona en los años venideros. Esto lo doy por perdido. Sé que seré criticado, injuriado, incluso olvidado por los que escribirán la historia. Y lo sé porque ello ya ha empezado a ocurrir. A mí eso me importa poco. Pero en el futuro, cuando el mundo esté sometido a estúpidos gobernantes, que lo estará, manejados por huestes de interesados personajillos y la estupidez y el mal criterio sean la norma común, en algún rincón oscuro y húmedo de alguna biblioteca triste y poco frecuentada, dormirán las líneas proféticas escritas por mi mano, como garantes de la verdad que ya nadie recordará.
Tenía 30 años recién cumplidos cuando el gran emperador Aureliano fue asesinado (año 275). Nunca me sentí más satisfecho al servir a las órdenes de alguien. Ese magnicidio cruel y salvaje fue el origen de mi determinación en alcanzar el poder supremo. Si la estupidez de los súbditos no supo ver la honradez, el vigor y el honor que transpiraba Aureliano por cada uno de sus poros, sólo su sometimiento iba a hacer posible el gobierno. Yo tenía que conseguirlo. Aureliano fue el leal y fiel continuador de lo que otro gran emperador quiso realizar: su predecesor Marco Aurelio Claudio, al que llamaban también el segundo de los Claudios. La Fortuna disfrazada de enfermedad mortal, se llevó a Claudio (año 270) a los escasos dos años de su entronización. Pero Claudio aún tuvo tiempo de llevar a cabo un último servicio al Imperio, nombrando digno sucesor a un militar fiel, oriundo, como él, de esta tierra en la que ahora me encuentro escribiendo. Fue con Claudio que Iliria, antaño tierra de bárbaros, se convirtió en cuna de emperadores. Y así espero siga durante decenios, pues sólo en la fuerza que imanan las montañas nevadas, la aspereza de esta tierra y el frío pueden educarse las virtudes imprescindibles para el mando supremo.
Serví a las órdenes de Aureliano, como un soldado fiel y convencido. Defendí al mando de las legiones las limes mas peligrosas del Imperio. Me forjé en docenas de batallas, embarrado entre el esfuerzo, el dolor y la muerte. Yo había nacido en un pueblo minúsculo en la costa del Mare Nostrum, llamado Dioclea, muy cerca de este palacio que hoy me acoge, en estas tierras balcánicas. Conservo pocos recuerdos de mi niñez. Una destartalada habitación de madera que apenas se tenía en pié, llena de agujeros en su techo en la que vivíamos toda la familia. Un padre que apenas hablaba, con el cuerpo envejecido por la dureza del trabajo en los campos de otros. Y una madre vestida con ropajes que parecían harapos y que hacía milagros para conseguir poner un plato de comida en la mesa. Es así como, al cumplir los 14 años no dudé en alistarme en una de las numerosas levas que se hacían regularmente por la región. Solo el ejército permite el ascenso social por méritos propios. De no haberme alistado, con toda seguridad me hubiera convertido yo también en un andrajoso campesino, como lo habían sido mi padre, el padre de mi padre y así hasta lo que mi clan podía recordar. El día que partí hacia el campamento dejé atrás un pasado que no volvería nunca más. Jamás volví a mi poblado natal, ni volví a ver a mis padres. Supe que ambos murieron antes de que me convirtiera en emperador.
Siempre me ha gustado la vida en la milicia. Me gustó desde el primer día. Lo que otros encontraban extremadamente duro, para mí era necesario y útil. Ejercicios y más ejercicios. Largas caminatas. Un compañerismo desmesurado. Y disciplina, mucha disciplina. Me acomodé a la vida militar de una forma tan fácil y placentera que los ascensos fueron llegando sin cesar. Mi entrega, obediencia, valentía y fuerza en el combate me hicieron acreedor en unos años de un cargo de oficial, a las órdenes de los distintos generales nombrados por cada emperador de turno.
Hasta la llegada de Aureliano, el ambiente general en la milicia era de abandono. Una crisis de identidad galopante, que hacía presagiar una derrota tras otra. La ausencia de autoridad al frente de los designios del imperio era palpable. El ambiente era derrotista. Aureliano despertó en mí la esperanza de que los dioses aún sentían aprecio por la humanidad. Todo se vino abajo de nuevo cuando supe de su muerte, no lejos de aquí. Fue en Tracia donde unos soldados borrachos que no merecían ser llamados legionarios, ensuciaron con sus manos la dignidad del más indigno de los estandartes. Aureliano fue asesinado sin motivo ni razón, en una noche estúpida de invierno. Ni siquiera lo asesinaron para imponer a algún pusilánime general al que pudieran solicitar alguna recompensa. Lo mataron y punto. El senado, ante el desarrollo de los acontecimientos y probablemente feliz por haberse sacado de encima el yugo de un emperador firme y recto, realizó la peor de las proclamaciones. ¿Quién era Marco Claudio Tácito?. ¿Qué méritos tenía para ser proclamado sucesor de un gran emperador?. ¿Dónde había combatido?. ¿Había combatido en alguna ocasión en algún sitio?. ¿Había hecho algo por el bien social?. ¡Nada!. Un viejo y rico provinciano de Italia, como no, que encima pretendía ser descendiente del gran historiador. Mi único consuelo fue saber de su muerte a manos de algún soldado inteligente antes de finalizar ese mismo año (año 276). Con esta triste elección, el decrépito Senado había proclamado también su propia sentencia de muerte.
Muerto el estúpido Tácito, las tropas en un alarde de lucidez, proclamaron emperador a mi amigo Probo, que en aquel tiempo estaba al frente de las legiones del Este. Poco pudo hacer este buen soldado al mando de generales traidores, de tropas insubordinadas, de senadores corruptos. Cinco años intentando poner orden en un Imperio que se hundía. Y de nuevo una noche de borrachera militar acabó en el asesinato de un emperador (año 281). No era nada nuevo, en los cincuenta años que precedieron a mi ascenso al trono imperial se sucedieron varias docenas de emperadores, de usurpadores que ostentaban el título con soberbia y de pretendientes que se conjuraban en el asesinato imperial. Todos ellos murieron bajo el hierro vil de la infamia, salvo unos pocos afortunados que supieron morir en el frente de batalla o a los que venció la enfermedad antes de que les llegara el asesinato.
Tras Probo, oriundo de las tierras de Panonia, al norte de aquí, le tocó el turno de nuevo a un general Ilirio. Marco Aurelio Caro era el tercero nacido en estas montañas. Caro había servido también a las órdenes del gran Aureliano. ¡Qué gran gobernante el que sabe rodearse de grandes colaboradores!. Caro merecía todo mi respeto, pues también era amigo mío y un gran militar. Tras alcanzar el poder hizo de inmediato dos cosas admirables: renunciar a la aprobación formal de su elección por parte del Senado, demostrando así cuán bajo había caído esta institución y qué poco sentido tenía ya su existencia, y reemprender la campaña contra los persas que había quedado pendiente desde la muerte de Aureliano. El éxito en las batallas le llevó a las puertas de Ctesifonte, en plena Mesopotamía. ¿Y qué ocurrió?. Un lector inteligente, y debe serlo si ha llegado hasta aquí en la lectura, podría adivinarlo. No hubo excepción. Un asesinato incomprensible, un magnicidio horroroso, en pleno frente de batalla, tras escasamente dos años de poder (año 283). ¡Hasta Roma debían llegar las carcajadas de los ejércitos persas!. Si así pagaba el Imperio a sus emperadores victoriosos, estaba tocado mortalmente.
El fin de Caro fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Si el asesinato de Aureliano me empujó a decidirme por trabajar en aras de alcanzar el poder máximo, la muerte de Caro me llevó a tomarlo por fin en mis manos. Durante los últimos siete años (276-283) me había aprestado a estar en el lugar adecuado en el momento más oportuno. Ahora puedo confirmar que estaba en lo cierto en mis planes. Para alcanzar y ejercer el poder hay que luchar denodadamente, pero con objetivos temporales muy claros. En primer lugar hay que ser exitoso y conocido, pero no peligroso. Hay que mostrarse fuerte con los individuos que manejan los hilos en segundo nivel, y manso, útil y obediente con los principales. Nadie es tan estúpido como para ofrecer el poder en bandeja a una persona que sepa lo hará ajusticiar por perverso y nocivo. No, cuando el poder se toma de manos sucias, es preciso ensuciarse. Una vez se consigue el poder, hay que ejercerlo con dureza y sin piedad en el primer instante, buscando la sorpresa inicial, con el fin de eliminar a todos aquellos con capacidad para arrebatarlo. Sólo después, con el trono seguro, uno puede dedicarse a gobernar con buen criterio y afán de justicia. Así lo hice durante más de veinte años. Esta sencilla forma de actuar la conocen los mismos matasanos desde la época lejana del propio Hipócrates. Ante un gran mal, lo primero es cortar y eliminar de raíz. Ya hay tiempo después de aplicar en el pecho paños húmedos con sustancias aromáticas o respirar los beneficiosos vahos de las termas. Primero siempre actuar de forma agresiva, sin temor a hacerlo con exceso. Lo contrario puede ser fatal.
Cuando Caro fue asesinado yo ya estaba en ese lugar oportuno. Tenía 38 años y era el jefe de la guardia de corps imperial, la fuerza militar más potente, temida e influyente del Imperio. Mientras los generales y jefes de las legiones asesinas aún dormían su borrachera de sangre imperial en el frente del Este, yo era proclamado emperador por mis tropas. Tampoco quise saber nada del Senado. No me hacía ninguna falta.
Me propuse lanzar un claro mensaje a los potenciales asesinos de emperadores. Una de mis primeras órdenes fue hacerme traer ante mi al general que se suponía había impulsado el asesinato de Caro. Tras someterlo a un consejo de guerra y ser condenado a morir, lo ajusticié con mis propias manos, con un certero golpe de mi espada, espada que limpié con mi propia túnica y volví a enfundar en mi cinturón. La señal era evidente. Todo aquel que quisiera acabar con mi vida me encontraría con la espada cerca de mi mano.
Mi nombre de nacimiento es Diocles, en alusión a la población en la que nací en la costa ilírica. Es un nombre que siempre me ha gustado, con su resonancia griega. Al ser proclamado adopté el nombre oficial de Cayo Aurelio Valerio Diocleciano, y se me nombró por mi nombre original ligeramente transformado por las obligaciones del poder, Diocleciano. De la humildad de la hacienda campesina de mi nacimiento, de la pobreza de la mesa, la ropa y las costumbres de aquellos años, del hambre incluso que había llegado a amenazar a mi familia, había pasado a poder disfrutar de manjares exóticos, de las sedas orientales más preciadas, de los lujos más impensables. Pero decidí que el poder no consistía en el disfrute, sino en la templanza. Y ese ha sido mi lema hasta el día de hoy. No hay mayor goce que el de tener la posibilidad de poseer todos los placeres del mundo conocido y tener la voluntad y el poder de renunciar a los mismos. No sólo me comporté frugalmente en mis comidas y en mis hábitos, sino que obligué a mis directos colaboradores a que no hicieran ostentación de sus riquezas ante mí. Por otro lado, me propuse el alejamiento de la plebe. Uno de los principales motivos de tantos y tantos asesinatos impíos era el mantenimiento de esa falsedad del principado. Fue el divino Augusto quién puso los pilares del gobierno imperial, unos pilares que soportaron el peso del Imperio durante más de dos siglos. Pero entonces era el momento de cambiar y de adecuar las formas y los estilos a los peligrosos tiempos que ahora corren. Augusto se proclamó a si mismo “princeps”, es decir, el primero entre iguales. En aquel tiempo el Senado era un centro importante y respetado de poder. No hubiera consentido el dominio de nadie que se hubiera considerado superior. Y esa fue la inteligencia de Augusto. ¡Una inteligencia que le permitió gobernar durante más de cuarenta años!. Augusto aprendió la dura lección que le dio su padre adoptivo, el gran Julio. Él intentó alcanzar el poder basándose en su superioridad personal sobre el resto de los ciudadanos. El Senado no le consintió semejante soberbia y en una sucia conspiración fue asesinado. Eran otros tiempos. Desde Augusto los emperadores no eran oficialmente más que un ciudadano más, el encargado de llevar las riendas de la cuádriga imperial. Y así era que se mezclaban con la plebe, se paseaban desarmados por los mercados, acudían al foro a impartir justicia, con sencillas túnicas blancas y los legajos bajo el brazo, caminando junto a sus conciudadanos y mesando el pelo de los niños que se cruzaban en su camino. Y, por supuesto, celebraban las victorias en el frente de batalla brindando con sus soldados, compartiendo sus risas y sus borracheras. Mientras duró el respeto que imanaba de los grandes emperadores, el propio Augusto, Vespasiano, Trajano, Marco Aurelio, los ciudadanos no imaginaron jamás lo sencillo que era acabar con sus vidas. Pero todo cambió con el mal gobierno de los Severos y sus arpías familias adoptivas oriundas de esa contínua fuente de problemas que es el Próximo Oriente. La plebe, los soldados, el propio Senado aprendieron que los emperadores eran simples seres humanos y que las espadas acababan con sus vidas con la misma facilidad con la que un carnicero es capaz de arrancar la vida a un simple conejo.
El principado no podía seguir manteniéndose, o no habría nadie que pudiera escapar a la muerte por manos interesadas y asesinas tras la proclamación. Así que lo cambié. Yo no era uno más entre todos, un igual entre iguales. ¡Yo era el emperador!. ¿Cómo podía ser igual a los demás?. El Senado ya no tenía ningún poder, así pues ya no era necesario que los emperadores siguiéramos disimulando estúpidamente. Yo dejé de hacerlo. Tras dejar claro que no iba a ser fácil acabar conmigo y vengar la muerte de mi antecesor, tomé una decisión inaudita pero que ya tenía largamente meditada: desplacé mi domicilio oficial a Nicomedia, una apenas conocida ciudad de Asia Menor. ¡Renuncié a vivir en el Palatino!. Y no lo hice sólo para alimentar mi imagen de austeridad, sino para librarme de vivir entre las víboras en que se habían convertido los políticos de la ciudad que conmigo dejó de ser “la ciudad imperial”. ¡La ciudad imperial es donde tiene su residencia el emperador!. Y yo elegí Nicomedia. Era una ciudad modesta, ni pequeña ni grande, con todas las comodidades necesarias, pero sin excesos. Cercana a los únicos enemigos que un emperador tendría que haber tenido siempre en cuenta: los que atacaban nuestras fronteras. Cerca de los limes danubianas, de las estepas bárbaras del norte y, sobre todo, de las fuerzas persas, auténtica pesadilla desde tiempos inmemoriales. Recuerdo las caras de asombro de mis leales colaboradores. No podían creerlo. Incluso aparecieron pintadas en las paredes de algunos edificios tildándome de cobarde, traidor y otros tantos adjetivos injuriosos. La gran ciudad no podía creer que tras más de mil años de ser el centro del poder del mundo ahora fuera relegada a un segundo plano. Yo renunciaba a los lujos palaciegos, a las virtudes de los colosales baños, las termas, los teatros, el circo Máximo, el magnífico anfiteatro Flavio, las propias tiendas de los foros imperiales, en las que podían comprarse los bienes más inauditos y preciados. ¿Nicomedia?. ¿Dónde estaba esa ciudad, quién la conocía?. ¿Cómo era ese infausto lugar que se atrevía a competir con las virtudes de la ciudad imperial por designio de los dioses?. Desde el día que pernocté en ella por primera vez, hacía de ello ya muchos años, en uno de mis viajes al frente Este, supe que ese iba a ser el lugar en el que instauraría mi corte, lejos de los vicios y las malas costumbres de la ya vieja y sucia Roma. Nunca he sido un hombre culto a la vieja usanza. He leído a Homero y los hechos troyanos, a Herodoto y las historias de sus vastos viajes, a Plinio, Tácito y otros grandes historiadores patrios, a los compiladores de las vidas de los grandes emperadores del pasado, los discursos de Cicerón y de Séneca, por supuesto los Comentarios a la Guerra de las Galias, del gran Julio, incluso algo de lírica, Virgilio, Plauto. Pero no puedo considerarme un hombre culto. Por desgracia he tenido poco tiempo para dedicarlo al placer del estudio y la lectura. De niño no me fue posible, por no tener medios para ello, y de adulto la milicia primero y el gobierno después, me obligaron a someterme a otros asuntos más perentorios. A pesar de ello, cualquier persona sana en su juicio y docta en sus conocimientos preferiría a todas luces vivir en Oriente que en esa putridez occidental. ¡Lejos de Roma!. Sólo así se podía aspirar a un gobierno sin injerencias ni chantajes.
En cuanto llegué a Nicomedia, dejé muy claro que quedaban erradicadas desde aquel mismo instante cualquier tipo de confianzas con mi persona. En la mentalidad oriental no hubo impedimentos insalvables para construir a mi alrededor una muralla protectora. Puse en marcha un complejo ceremonial en la corte, dirigido a hacer el acceso a mi persona lo más difícil y distante posible. Sólo si la figura del emperador inspiraba un altísimo grado de respeto y buenas dosis de temor, las mentes simples de los soldados podían ser reprimidas a la hora de asesinarlo en un arrebato de reclamación, disgusto o queja. Yo iba a ser respetado, ¡y los dioses son testigos que lo he sido y aún lo soy!. Me convertí en el “Dominus”, el Señor, cambiando para siempre la concepción del principado por la del dominado. Aunque para ello tuve que parecerme en ocasiones a esos reyezuelos orientales contra los que tantas veces he tenido que combatir. Mis audiencias se cargaron de estrictos rituales. Mi trono en alto, mis facciones impasibles, los embajadores tenían que acercarse a mí con los ojos puestos en el suelo y arrodillarse para besar el faldón de mi manto. El ritual de la prokinesis era una de mis mejores defensas personales. Para poner en marcha todo ello, por desgracia, fue necesario crear toda una serie de cargos administrativos que pululaban por el palacio organizándolo todo, desde chambelanes a maestros de ceremonias. Tuve que soportarlos, pero mi inaccesibilidad era necesaria.
Tras todas esas decisiones que tenían como objetivos mantenerme con vida de una parte, y hacerme con el auténtico timón del poder por otra, llegó la hora de gobernar para mis súbditos. Para ello puse en práctica otro plan lárgamente meditado desde antes de mi entronización. Un solo hombre no podía estar suficientemente informado sobre todo aquello necesario e importante en un Imperio que abarcaba desde el fin de la tierra y las torres de Hércules hasta el medio oriente y las tierras bañadas por el Eufrates. Yo no podía estar en todas partes. El Imperio, además, estaba grávemente herido, con desórdenes civiles y levantamientos por doquier, tropas bárbaras cruzando las limes siempre que lo deseaban, arrasando tierras imperiales y matando a ciudadanos libres, insubordinación fiscal, deterioro de la moneda y la economía, pobreza, hambre y mil calamidades más, consecuencia de demasiados decenios de desgobierno y anarquía. El emperador tenía que estar cerca de sus súbditos, cerca de donde tenían que tomarse las decisiones. Yo, Diocleciano, necesitaba alguien que pudiera ayudarme. Y no podía ser un mero colaborador o un gobernador hábil. No, tenía que ser alguien que ostentara la misma dignidad que yo mismo. Sólo así podría garantizarse también su propia supervivencia y asegurarse el respeto y la obediencia de los ciudadanos. No era una idea original. Hacía más de un siglo ya el gran y divino Marco Aurelio se hizo ayudar por un emperador asociado. Y eso es lo que hice. Elegí a un general respetado y leal y lo elevé a la dignatura de Augusto (año 286), la misma que ostentaba yo mismo. Maximiano, compañero de armas en el pasado, de origen panonio y cuna humilde como yo mismo, era una persona disciplinada y eficaz. Tenía además una cualidad necesaria: era de común un tanto ignorante y de inteligencia suficiente pero no excesiva. Eso lo hacía fácil de manejar por mí y limitaba las posibilidades de enfrentamiento entre ambos. El tiempo y los veinte años de gobierno compartido demuestran el acierto de la elección, aunque al final de sus días las cosas se torcieron y tuve que intervenir contra mi voluntad y mis deseos en los motivos de su propia ejecución. Pero ésto lo contaré más adelante.
Maximiano adoptó el título de Marco Aurelio Valerio Maximiano, y se instaló en Milán, ya que Roma no ha sido nunca más residencia oficial de ningún emperador. Dejé en sus manos el gobierno de la parte occidental del Imperio, aunque siempre bajo mi supervisión y el visto bueno de mi persona en todas las decisiones importantes. Maximiano demostró ser digno del cargo, con una eficacia en el combate contra usurpadores y bárbaros que en ocasiones llegaron a admirarme incluso a mi mismo. Rebeliones de campesinos e invasiones de bárbaros bagaudas en las Galias y la rebelión de un general traidor en Britannia, un tal Carausio que se autoproclamó asimismo emperador, mantuvieron bien entretenido al esforzado Maximiano.
Una vez nombrado mi Augusto asociado hice otra proclamación que pareció falsa palabrería en su momento, pero que cumplí con honor al cabo de los años. Dejé bien claro que Maximiano y yo mismo sólo ostentaríamos el título de Augusto durante un máximo de 20 años. El Imperio necesita del vigor de la juventud. Un viejo que apenas pueda tenerse en pie no infringe temor a sus adversarios ni confianza a sus súbditos, y menos en los momentos críticos por los que atravesaba el Estado. Esta proclamación, además, tenía otra finalidad: apaciguar en los años venideros a los futuros sustitutos que pudiéramos tener.
Entretanto me dediqué a dotar a la diarquía que acababa de inaugurar de una fuerza moral tal que fuera inabordable para cualquier nuevo usurpador. La contención de las tropas solo podía venir por una autoimposición y un freno en la propia mente ciudadana. Afortunadamente la plebe es fácil de impresionar. En línea con la instauración del dominado, di un paso más al frente. Algo que probablemente no hubiera sido posible en la mente ciudadana dos siglos atrás, ya estaba maduro para ser impuesto en estos tiempos. Ante el inicial asombro de todos me declaré descendiente del mismo Júpiter y tomé el título de Jovius. A Maximiano lo hice descender de Hércules, con el denominativo de Herculius. De este modo, el poder quedaba legitimado por la relación directa que Maximiano y yo mismo teníamos con los propios dioses. Ello nos convertía de generales afortunados que habían sabido hacerse nombrar Augustos, en lógicos y necesarios ocupantes del trono imperial. ¿Quién osaría levantar su mano contra los propios Jovius y Herculius?. Y por inocente y extraño que suene, el asunto funcionó. Al poco incluso mis más cercanos colaboradores adoptaron conmigo el trato que hubieran dispensado al mismo Júpiter. Impuse con facilidad los ceremoniales propios de un dios. He descubierto que en estos asuntos sólo tienes que propiciar el inicio. Después, una asombrosa cantidad de funcionarios se ponen en marcha para imponer la rigidez de mil y una ceremonias. No faltan nunca personajes interesados que buscan ante todo la potestad del cargo, por ridículo que éste sea (¡tenía incluso un individuo, el “Maestro de la marcha imperial”, que me precedía unos pasos limpiando el suelo que yo iba a pisar al instante y retirando cualquier hoja o piedrecita que pudiera importunarme!).
Los ataques continuos de los persas por oriente, la insubordinación de tropas en Egipto, los problemas de las Galias, la debilidad de las limes del Rin y del Danubio, los intentos separatistas de Britannia, junto con tantos y tantos problemas económicos como los que estaba padeciendo el Imperio, me impulsaron a buscar aún más ayuda en mi liderazgo. Por ello, en el año 1.046 (año 293) de nuestra era, decidí crear la Tetrarquía, nombrando para ello a dos césares asociados a Maximiano y a mi mismo. Cuatro emperadores gobernando todos bajo mi dictado, pero con la suficiente independencia y poder como para actuar y decidir por si mismos, serían suficientes para hacer frente a todos los males del Imperio. De ese modo, el 1 de marzo de ese año fueron nombrados los dos césares. Flavio Valerio Constancio, denominado Constancio el pálido o Constancio Cloro, un destacado general ilirio como yo que había mostrado su buen hacer como gobernante en su tierra natal, fue nombrado César asociado a Maximiano. Otro general cercano a mi, Cayo Galerio Valerio Maximiano, nombrado Galerio, fue proclamado César asociado a mi propia persona. Con el fin de legitimar estos nombramientos, se dispusieron los pertinentes enlaces nupciales. Constancio se casó con la hija de Maximiano y Galerio, aunque tenía tan solo unos pocos años menos que yo, con la mía. Ambos adoptaron los títulos de Herculino y Joviano, hijos de Hércules y Júpiter respectivamente.
El Imperio fue dividido en cuatro partes. Maximiano se reservó para sí Italia y Africa, dejando Hispania, Galia y Britannia en manos de Constancio. Yo asigné a Galerio las provincias europeas al sur del Danubio, incluyendo la Tracia, quedándome para mi propio gobierno las tierras Asiáticas y Egipto. Maximiano permaneció en Milán, Constancio se instaló en Tréveris, cerca de las fronteras del Rin, Galerio eligió Mitrovitza en tierras balcánicas y yo resté en Nicomedia, ciudad que seguía pareciéndome la más indicada para mi gobierno. Mi autoridad como Augusto senior jamás fue puesta en duda.
Pronto la Tetrarquía demostró su eficacia. Constacio aseguró la frontera del Rin y concentró sus esfuerzos en volver a dominar Britannia. Carausio ya había sido asesinado por otro usurpador, un tal Alecto. Constancio acabó con él y sus tropas sediciosas tan sólo tres años después de su nombramiento. Britannia acabó siendo la provincia más apreciada por el César y en ella pasó gran parte del resto de su vida.
Por su parte, Maximiano puso orden entre las tropas bereberes en Africa, que se habían atrevido a plantar cara a las tropas imperiales. Fueron reducidas con éxito. Personalmente me encargué de derrotar con dureza y sin piedad a otro usurpador surgido en Egipto y Galerio, al que envié a combatir a los persas, alcanzó una serie de victorias sucesivas que consiguieron la firma de un tratado de paz favorable al Imperio. Transcurridos quince años de mi ascenso al trono imperial, duración en el gobierno inaudita desde la época de los Antoninos y del primero de los Severos, el imperio volvía a estar bajo la pax romana. Desde la muerte del divino Marco Aurelio, el Imperio no había gozado de esta situación.
Durante todos mis años de mandato me propuse poner las bases para erradicar en el futuro situaciones tan terribles como las que me vieron llegar a mí al trono. En primer lugar me ocupé del ejército. Reduje drásticamente el número de soldados que formaban una legión. Ello me permitió aumentar el número de legiones, con el fin de realizar una amplia y más certera redistribución. Las legiones fueron distribuidas de la mejor manera en las fronteras más conflictivas, en Britannia, el Rhin, los márgenes Danubianos y el extremo oriental. En la mayoría de las provincias impuse que el mando del ejército no estuviera en manos del gobernador. Este tenía que dedicarse al buen gobierno de sus súbditos. Las tropas quedaban en manos de un duce, raportando directamente a su César o Augusto correspondiente. De ese modo también reducía los riesgos de sedición, pues cuando el gobierno, con la recaudación de los impuestos, y el mando de las tropas de una provincia están en las mismas manos, es fácil dejarse llevar por los cantos de sirena de la rebelión.
Las fronteras fueron otra de mis obsesiones. Di instrucciones para la construcción de cientos de millas de murallas, de sólidas fortalezas defensivas, de acantonamientos permanentes dotados de importantes contingentes de tropas legionarias, auxiliares e incluso federadas, es decir, de soldados bárbaros asimilados bajo el gobierno imperial. ¡Qué lejos queda la época del gran y divino Trajano!. En aquellos tiempos el emperador podía dedicarse a ampliar las fronteras del Imperio. Trajano consiguió incluso unir nuestro Mediterráneo con el mar de las Indias, a través de la conquista de toda Mesopotamia y hacerse con la misma desembocadura del Eufrates. ¡Algo inaudito y jamás repetido!. Hoy las cosas han cambiado. A lo único que podemos aspirar es a mantenernos firmes en nuestras limes. Quizás en un futuro el Imperio recobre sus energías y pueda de nuevo pensar en su expansión. Aunque soy muy pesimista respecto a ello.
Reorganicé completamente el territorio. Convertí la cuarentena de provincias existentes al principio de mi gobierno en un centenar. Al reducir la extensión de las provincias se hacía más fácil y asequible su gobierno. La fragmentación provincial, además, impedía la consolidación de poderes fácticos que pudieran tender a la insurrección. El Imperio quedó dividido en cuatro prefecturas, acordes con el reparto consensuado entre los Augustos y los Césares, al mando de un prefecto subordinado a cada uno de nosotros. Cada prefectura se dividió en varias diócesis bajo el dominio de un vicario o subordinado de un prefecto. Se crearon doce diócesis: Oriente, Mesia, Asia, Italia, Galia, El Ponto, Panonia, Viennense, Tracia, Hispania, Africa y Britannia. Las diócesis a su vez se dividieron en las más de cien provincias antes mencionadas al mando de un gobernador provincial.
Todo ello representó un desagradable, aunque inevitable, aumento de la burocracia imperial. En tiempos complejos como los que vivimos, es necesario disponer de fuertes estructuras que velen por la fiscalidad y la economía, la justicia, los servicios públicos, etc. La fortaleza en la que dejé el Imperio demuestra que fue un acierto apostar por el control firme de la ejecución de la política.
Debo dedicar un apartado especial en estas notas a los problemas que tuve con esa secta intransigente seguidora del galileo al que llaman Christo. Aunque su presencia y el motivo de mis molestias vienen de lejos, pués ya el emperador Nerón tuvo que tomar medidas contra ellos y sus absurdas prácticas y ritos, ha sido en los últimos decenios que han mostrado una fuerza que hizo necesaria la intervención imperial.
Los dogmas que impone esta teología son contrarios al sentido común y ofenden inadmisiblemente las buenas costumbres de nuestra sociedad. Estos dogmas pueden resumirse en los siguientes puntos:
* Férreo monoteísmo y creencia en la existencia de un único dios, el dios de los cristianos. Esto en sí mismo no sería tan nocivo sino fuera acompañado de un desprecio y negación absolutos de cualquier otro pensamiento u opinión que difiera de este dogma. La difamación de los dioses paganos, nuestros dioses, los que han acompañado a griegos y romanos desde el inicio de los tiempos, es una provocación inaceptable.
* Creencia a ultranza en la existencia tras la muerte de una vida feliz y eternamente dichosa. Para ellos, claro esta. Ello provoca su desapego de la realidad, la dejadez, el menoscabo del trabajo, de la producción, de la sana ambición de prosperar y generar riqueza en este mundo.
Creencia en la inminente llegada de un salvador y en el fin del mundo, con el advenimiento del perdón de todos los pecados y la salvación de los prosélitos. Con ello se mofan y atemorizan a los buenos ciudadanos que no creen en sus dogmas.
Todo ello se acompaña de unos ritos por lo menos sospechosos de crímenes, canibalismo y orgías sexuales, contrarios al buen comportamiento. Los galileos, además, disponen de una disciplina jerárquica férrea que impide el abandono de la secta y propicia el proselitismo y la captación de adeptos.
La prolongación de la crisis institucional y económica tras la caída de los Severos, facilitó que muchos ciudadanos llegaran a pensar que nuestros dioses habían desaparecido. Ello también constituyó una fuente de adeptos para los galileos, gente desengañada que solo esperaban ya el fin de este mundo y la llegada de “su” salvación (¡al diablo con las sectas exclusivistas!). Llegó un extremo en que me vi obligado a intervenir.
Si bien ya en el pasado, en algún arranque de furia derivado de alguna extrema provocación, había decretado que se obligase a todo ciudadano a realizar sacrificios a nuestros dioses o a la figura del emperador, cosa que resulta altamente ofensiva para los miembros de esta secta, bajo pena de azotes y expulsión del cargo civil o militar que se ostentara, en febrero del año de mi octavo consulado (año 303), aconsejado con vehemencia por mi césar Galerio, publiqué una serie de edictos de persecución contra esta peligrosa secta. En estos edictos que me propuse hacer cumplir, estipulé que todas las personas que profesaran estas creencias fuesen privadas de todo honor y toda dignidad como pena a sus infamantes hábitos, con pérdida de todos los derechos y privilegios que pudieran corresponderles por su posición social. Cualquier acción judicial contra ellos fue lícita mientras se les privaba a ellos de la capacidad de querellarse. Promulgué la prohibición de reunión, la destrucción de sus templos y lugares de culto, la expropiación de todos los bienes comunitarios y la destrucción de sus libros sagrados, a los que idolatran casi tanto como a su dios. Hice obligado el requerimiento de sacrificio para toda la población del Imperio. Si se demostraba la pertenencia a esta peligrosa secta, todos los funcionarios o militares, fuera cual fuese su rango, desde el más alto al más humilde, serían expulsados con deshonor. A todo el que se negó a sacrificar, se le sometió a tortura y, tras el pertinente juicio, fue enviado a la hoguera. Se acabaron las contemplaciones.
Mis edictos fueron puestos en práctica en todos los rincones del Imperio, aunque con distinta intensidad. Por descontado que en el oriente bajo mi mando su cumplimiento fue estricto. Di ejemplo de inmediato en la propia Nicomedia, destruyendo su templo mayor y sometiendo a tortura a cientos de cristianos. Lo mismo hicieron en sus prefecturas Galerio y Maximiano (éste último con un cierto placer). No puedo decir lo mismo de la Galia bajo el mando de Constancio. Aunque él negó siempre las acusaciones que en algún momento le hice llegar, los informes eran claros. Constancio se limitó a destruir los templos y prohibir las reuniones, pero actuó con debilidad sobre los prosélitos. Y cuando las cosas se hacen a medias, es difícil conseguir los resultados buscados.
Tras la proclamación de los edictos, en noviembre del año 1.056 (año 303) los dos Augustos nos dirigimos a Roma para ser honrados por un merecido triunfo. Fui a celebrar mis vicennales, es decir, los 20 años de mi proclamación como emperador. El Imperio había recuperado de nuevo su vigor militar y las fronteras estaban de nuevo seguras y vigiladas por tropas poderosas, disciplinadas y leales. Fue una experiencia muy desagradable. Los habitantes de la ciudad no me habían perdonado lo que ellos denominaban la traición de haber dejado en un segundo plano a su ciudad. Fue una estancia fría, volví a tener que soportar a ricos personajes afeminados y corruptos, que sólo entienden la virtud como algo que pueden utilizar en su propio provecho. El Senado de Roma es poco menos que un burdel de trapicheos e intereses. Y los senadores de esa patética ciudad, de la que sólo cabe honrar ya su lejano pasado y su nombre, son los seres más despreciables del mundo. Me odian no tanto como yo a ellos. Tuve que soportar burlas ocultas, pintadas en las paredes y otras estupideces semejantes. Mandé construir una biblioteca nueva, un museo, baños, etc. que no sirvieron para reconciliarme con la ciudad. Tras un mes entre sus muros partí de forma repentina. Roma me ahogaba, ¡no se puede vivir en esa ciudad!. Jamás he vuelto ni lo haré, ni vivo ni muerto.
El regreso de Roma se prolongó durante varios meses, pues me dispuse a visitar las defensas de las riberas del Danubio. En este viaje de inspección enfermé y temí incluso por mi vida. Tengo para mí que fue consecuencia de mi desagradable visita a la antigua ciudad imperial. Llegué a Nicomedia en mal estado, postrado en el lecho, con fiebres recurrentes que me obligaban a delirar. Pasé un triste y doloroso invierno. Los estúpidos médicos que me atendían creían cercana mi muerte. Se les notaba en la cara. Pero a la llegada de la primavera me recuperé de forma sorprendente, para desgracia de mis enemigos, incluídos los acólitos del galileo. Fue esta enfermedad la señal a través de la cual los dioses me recordaban mis palabras. Habían transcurrido 20 años de mandato. Era el momento de hacer algo inaudito que nadie esperaba, sin precedentes en la historia imperial. Yo, el emperador, Claudio Aurelio Valerio Diocleciano, hijo de Júpiter, iba a abdicar y a retirarme de mis obligaciones oficiales. En mi partida iba a obligar a mi Augusto júnior a acompañarme, para dejar que nuestros respectivos Césares asumieran la nominación de Augustos, cargo para el cual ya estaban perfectamente preparados.
Maximiano no opuso ninguna resistencia a mi decisión, y si tuvo alguna queja no llegó a mis oídos. En cuanto a los Césares, se alegraron de poder asumir el mando supremo sin tener que esperar a nuestras muertes (o provocarlas, que nunca se sabe). Sobre todo Galerio, que no podía disimular su satisfacción y su ambición.
Aquí tengo que reconocer que quizás no hice bien dejándome convencer por mi César Galerio de la necesidad de conferirle a él la potestad de ejercer de Augusto senior tras mi retirada, cargo que por edad le hubiera correspondido a Constancio. Pero también es cierto que Constancio hizo bien poco por hacerse con el título. Incluso hizo poco por halagarme desobedeciendo en parte mis instrucciones respecto a la persecución de los cristianos. Di a Galerio el título de Augusto principal y dejé que fuera él mismo quién eligiera a los nuevos Césares, tanto el suyo como el del propio Constancio. Eligió a mi parecer a dos personas poco preparadas cuya única virtud era que prometían obediencia ciega y agradecimiento eterno a su benefactor, el propio Galerio, que podría manejarlos a su antojo. Constancio no protestó y yo me mantuve firme en el respeto que había prometido a las decisiones del que iba a ser el nuevo Augusto señor.
Los nuevos Césares fueron Flavio Valerio Severo, nombrado César de occidente, un oscuro militar que había servido a las órdenes del propio Galerio; y Galerio Valerio Maximino, nombrado como Maximino Daya, sobrino de Galerio y un tipo un tanto tosco en sus modales. Fue así como el 1 de abril del año 1058 (año 305) de la fundación de Roma, al año y unos meses de mis vicennales, me despojé de mi ropa púrpura en una ceremonia en Nicomedia, ceremonia en la que Galerio asumió mi rango y Maximino Daya el de Galerio. El mismo día a la misma hora, en una ceremonia similar celebrada en Milán, Constancio Cloro pasaba a ser el Augusto de occidente y Flavio Severo era proclamado como su César, despojándose Maximiano, mi leal servidor hasta el momento, de sus atributos como Augusto.
A los pocos días partí, ya como un ciudadano normal que había prestado sus servicios al estado, retirado como cualquier legionario lo era en su vejez, con 60 años a mis espaldas, hacia mi tierra natal. Me instalé en este palacio que me había hecho construir para el momento en la ciudad de Espalato (Split), cerca de la aldea que me había visto nacer, y recuperé mi nombre de juventud, Diocles.
Como sospeché desde el principio, la ambición de Galerio, su desmedido afán recaudatorio, su crueldad y sus equivocadas decisiones, todo ello acompañado de la mala elección de los Césares, iban a provocar un daño terrible al sistema tetrárquico que tanto bien había hecho al Imperio durante tantos años y que yo había confiado en que iba a seguir funcionando sin problemas ni fisuras por muchos decenios.
Al año escaso de su proclamación como Augusto, Constancio falleció. Había sido siempre de natural enfermizo y finalmente esta debilidad física lo llevó a la muerte. Ello produjo el primer conflicto serio. Constancio tenía un hijo bastardo, Constantino, fruto de una relación prematrimonial con una plebeya griega, una tal Helena. Constantino se había criado en mi corte imperial, en oriente, mientras su padre ejercía sus funciones en occidente. Tras la proclamación de Constancio como Augusto, Constantino partió para estar al lado de su padre en sus nuevas funciones. Debía tener en aquel momento unos 30 años. Era un muchacho valiente, que combatió con vigor en las campañas de las Galias y de Britannia. Fue aquí donde la muerte se llevó a Constancio y en ese mismo lugar, tras honrar con la cremación y los ritos funerarios a su padre, Constantino fue proclamado emperador por las tropas de su padre con el nombre de Cayo Flavio Valerio Aurelio Claudio Constantino. Galerio tuvo que decidir entre la guerra civil o negociar la aceptación de esta proclamación. Optó por lo segundo, temeroso de las consecuencias de lo contrario, lo que en parte evitó derramamientos de sangre pero redujo a cenizas el orden establecido en la tetrarquía. Flavio Severo pasó a ser Augusto de occidente y Constantino aceptó a regañadientes ser su César.
Todo esto no fue nada comparado con lo que estaba por suceder. Al poco de ser nombrado Constantino, Flavio Severo, siguiendo instrucciones del propio Galerio, se dirigió a Roma con la misión de someter una revuelta popular consecuencia de una mala decisión tomada por el propio Galerio. Este, contraviniendo las leyes que yo mismo había proclamado, había dispuesto que en el censo quinquenal que se estaba llevando a cabo ese mismo año (año 306) se contemplara también la plebe ciudadana, incluída la de la propia Roma. Craso error y de consecuencias gravísimas. Nunca antes se había censado en las ciudades, proceso que quedaba circunscrito al ámbito rural. Los habitantes de la orgullosa Roma se sublevaron, con el apoyo de las pocas cohortes pretorianas que aún permanecían en la ciudad. El propio gobernador fue asesinado. Flavio Severo estaba dispuesto a poner orden cuando las tropas y el pueblo de Roma proclamaron Augusto a Majencio, hijo del propio Maximiano. Con toda probabilidad no fue ajeno a esta proclamación el hecho de que Majencio gozara de la misma legitimación que Constantino. En la tetrarquía había hecho aparición lo que yo tanto había temido: los vínculos sanguíneos.
Majencio era un joven impetuoso y muy interesado. Desde la vieja Roma, la antigua capital imperial, rememoraba a las anteriores dinastías de emperadores. El era hijo de un Augusto, ¿por qué entonces no tenia derecho a suceder a su padre?. Fue proclamado con el nombre de Marco Aurelio Valerio Majencio. Al frente de unas pocas cohortes de pretorianos, poca oposición podría plantear al ejército de Flavio Severo. Pero Majencio siguió explotando los vínculos sanguíneos. Severo se acercaba a Roma al frente de las tropas que su padre lideró durante más de veinte años. Majencio envió la púrpura a su padre, que vivía retirado en la Campania, para que accediera a ser de nuevo Augusto en activo, ¡y éste aceptó!. Tras tantos años al servicio del Imperio, Maximiano había cometido su primer grave error. Y con ello demostraba haberse emborrachado de la gloria. Majencio consiguió repeler a Severo en las mismas puertas de la ciudad. Severo se retiró a Rabean y fue allí cuando sus propias tropas le retiraron la confianza y fue asesinado. De nuevo aparecía el asesinato imperial como forma de poner y quitar césares. La tetrarquía había recibido su golpe de gracia. A mi las noticias me llegaban confusas y de forma intermitente. Mis temores crecían día a día, pero me dispuse a mantener el ejemplo de mi retiro.
Majencio y su padre sabían que no disponían de suficiente fuerza militar como para oponerse a las tropas de Galerio. Y Galerio estaba dispuesto a la guerra civil para recuperar el poder supremo. Maximiano no tenía más opción que intentar atraerse a Constantino y sus tropas. A finales del 307 se reunieron ambos en la capital de Maximiano, Tréveris. Allí el viejo Augusto entregó en matrimonio a Constantino a su hija Fausta, que por aquel entonces no tendría más de 9 o 10 años. Maximiano invistió con la púrpura de Augusto a Constantino, nombrándole coemperador. Una relación que duró muy poco.
Galerio se presentó en Italia al frente de un poderoso ejército. Su intención era doblegar a la mismísima Roma. Pero el iluso de Galerio no podía ni siquiera imaginar lo que representaban las murallas de esta ciudad. Tuvo que desistir de su intento de tomarla y antes de provocar un enfrentamiento entre las tropas de Constantino, Majencio y Maximiano, su propio suegro, y ante las propias dudas que debieron mostrar las tropas por lo que estaba sucediendo (Constantino era hijo del fallecido Augusto Constancio y ahora también yerno de Maximiano, que era “hermano” celestial de Diocleciano, padre de Majencio y suegro del propio Galerio, ¡un tremendo lío que las tropas a duras penas podían comprender!), Galerio decidió retirarse a oriente.
Las ánsias de poder de Maximiano que, de verse retirado, se encontraba de nuevo investido con la púrpura y aclamado por sus antiguos soldados, empezaron pronto a causar estragos. Su hijo, Majencio, quiso dejar claro que el Augusto principal, el más antiguo era él, ya que fue él el que llamó e invistió con la púrpura a su padre, llamándole en su lugar de retiro. Maximiano no soportó este agravio. Intento eliminar a su propio hijo, pero éste fue defendido por las tropas de Roma que le habían aupado al trono imperial y Maximiano tuvo que huir con el rabo entre las piernas y con riesgo de muerte de la ciudad. Majencio se hizo fuerte en Roma, mientras Constantino y Maximiano decidían ignorarlo por el momento.
Por fin Galerio, se avino a tratar conmigo. Desde mi retirada había considerado inoportuno hacerlo, pués siempre buscó dejar claro que no necesitaba la ayuda de un viejo Augusto retirado que vivía plácidamente en su palacio sin inmiscuirse en los asuntos de estado. Ante los acontecimientos que se habían desencadenado, Galerio apeló a mi todavía presente autoridad. Yo era el único que podía acallar a las tropas y a la plebe de todo el orbe. Yo, el viejo Diocleciano, iba a poner orden por el bien general del Imperio. El 11 de noviembre de 308 se celebró una reunión en Carnuntum, en Panonia, en la que, negándome con decisión a volver a tomar la púrpura, cosa que todos los presentes me solicitaron, decidí que Galerio siguiera siendo el Augusto de oriente, con Maximimo Daya como su César y, a instancias de Galerio que continuaría siendo el Augusto principal, nombré como Augusto de occidente a un tal Licinio, hombre de confianza de Galerio. Constantino quedaba como César de Licinio y a Maximiano le ordené que volviera a su retiro y dejara de intentar recuperar el poder, de lo contrario tendría que vérselas seriamente conmigo. Majencio fue proclamado “enemigo de la patria”.
Maximiano regresó a las Galias y, desobedeciendo lo acordado en Carnuntum, se invistió de nuevo con la púrpura en Arlés. Constantino avanzó rápidamente hacia la zona y parece ser que, alcanzándolo en Marsella, estranguló con sus propias manos a su tozudo suegro. Mal fin para un ciudadano que había ostentado tan alto poder. Esto sucedió a principios del 310. La ambición es mala consejera sino se sabe modular. Constantino por su parte, aunque no se opuso a las decisiones por mí tomadas, sí lo hizo a cambiar su título de Augusto por el de César. Era un mal menor.
Pero los problemas y las envidias seguían. El César de oriente, Maximino Daya, se quejó con razón de que Licinio, un perfecto desconocido, hubiera sido nombrado Augusto en Carnuntum sin haber pasado por el cargo de César y saltándose el orden lógico de la tetrarquía. Y tenía razón, el título de Augusto le hubiera correspondido a él tras la muerte de Flavio Severo, por una cuestión de antigüedad. A estas cosas conducían los arbitrarios nombramientos que hacía Galerio. Maximino, desobedeciendo las instrucciones de su Augusto, se hizo proclamar Augusto por sus tropas, lo que Galerio no tuvo más que aceptar para evitar nuevos enfrentamientos. Así pues, en el mismo 310, Galerio suprimió el título de César, confirmó los títulos de Augusto de Licinio y el suyo propio y nombró “hijos de los Augustos”, con el mismo título, a Constantino y Maximino Daya. La tetrarquía acababa de fallecer. ¡Cuatro Augustos!. Ello hacía incomprensible la situación e imposible su funcionamiento. Maximino Daya tenía el poder establecido en Asia Menor, Galerio en Tracia, Licinio en Panonia y Retia, Constantino en Britannia, Hispania y Galia y Majencio, que todavía hacía la guerra por su cuenta, gobernaba Italia y Africa, esta última región con no pocos problemas (un tal Alejandro llegó a proclamarse emperador en el mismo 310, aunque poco después fue eliminado por las tropas de Majencio que así recuperó el control de la zona).
A principios del 311 Galerio enfermó. Una extraña y repugnante enfermedad que se resistió a toda curación. Su cuerpo se llagó y, por lo visto, entró prácticamente en putrefacción. Circularon rumores de que la carne pútrida despedía un olor tan horrible que llegó a provocar la muerte de alguno de los muchos doctores que le visitaron. En ese trance Galerio decidió que los edictos que yo mismo había publicado hacía ya 8 años no habían tenido éxito. En mi opinión, si habían fracaso en su intento de erradicar a esa lacra que es la secta de los galileos no fue gracias a ellos, su fortaleza o sus virtudes, sino por culpa de la indecisión de los emperadores reinantes, de sus luchas intestinas, de sus desacuerdos, de la flojedad con la que se impusieron las condiciones de los edictos. Todo ello había hecho que los cristianos, si bien en silencio y semiocultos, siguieran siendo muchos y poderosos. A pesar de todos los males que les habían caído encima en estos años, los adictos al galileo continuaban con su proselitismo y las masas plebeyas seguían cayendo en las garras de sus dogmas y falsas promesas. Galerio, antes de morir, quiso reconciliarse con ellos y, como único emperador en activo de los cuatro tetrarcas que habíamos implantado los edictos de persecución, consideró que él mismo se bastaba para eliminarlos. Así pues, en abril del 311 publicó su Edicto de Tolerancia, mediante el cual se decretaba el reconocimiento público y legal del culto cristiano. Con este edicto, Galerio convirtió a esta perniciosa secta en una asociación registrada. Sus miembros podían de nuevos establecer sus lugares de culto y reunirse en ellos para realizar sus rituales y ceremonias. La única condición que establecía el edicto era la de que los cristianos tenían que incluir entre sus oraciones los deseos de buena salud para el emperador y para el Estado, tanto como para ellos mismos. No era nada difícil de aceptar ni nada distinto que no se pidiera a cualquier otro culto de los muchos que existían en el imperio. Así fue como los seguidores del galileo recuperaron todos sus derechos y pudieron de nuevo ponerse en marcha para erradicar cualquier otro culto existente. ¡Qué vergüenza para el Imperio!.
Poco después de la proclamación de su edicto, Galerio falleció entre terribles dolores. Faltaban apenas unos meses para la celebración de sus vicennales. Durante los años en que ostentó el título de Augusto principal no hizo más que minar los cimientos del Estado. A su ambición, su poco tacto político, la falta de fuerza que esgrimió en los momentos difíciles y, sobre todo, a su perseverancia en elegir a los peormente dotados para los mayores cargos, había que atribuir la desaparición del orden tetrárquico que yo había confiado podía haber seguido siendo una garantía de buen gobierno durante mucho tiempo. No pudo ser, y a mi se me concedió la poco loable oportunidad de ver como sucedía todo.
Tras la muerte de Galerio, los cuatro Augustos restantes se prepararon para los enfrentamientos que nadie iba a poder evitar. Maximino Daya se acercó a Majencio, estableciendo una especie de pacto de ayuda entre ambos. Lo mismo hicieron Licinio y Constantino. El Imperio se dividía en dos frentes, aunque ninguno de los cuatro confiaba totalmente en los pactos establecidos. Al fallecer Galerio, Licinio y Maximino Daya establecieron la frontera de su gobierno en el Bósforo, Oriente quedaba en manos de Maximino, la Tracia pasaba a estar bajo control de Licinio. Las cartas estaban echadas.
El primero en mover ficha fue Constantino. Majencio decidió elevar a la signatura de dios a su padre, Maximiano, olvidando así pasadas afrentas y enemistades. Ello le llevó a acusar directamente a Constantino de asesinato. La destrucción de las estatuas de Constantino que había en Roma fue la última bravuconada. El año 312 Constantino decidió marchar sobre Italia. No fue una marcha fácil. Las ciudades del norte de Italia, bajo el poder de Majencio, ofrecieron dura resistencia al avance de las tropas de Constantino. Verona sólo cayó tras un asedio prolongado. Las tropas de éste, además, temían llegar a Roma y que les sucediera lo mismo que a las de Flavio Severo o las del propio Galerio, que fracasaron en el acoso a las murallas de la ciudad. Las murallas aurelianas habían sido reconstruídas hacía poco tiempo, cuando Maximiano recuperó la púrpura de manos de su hijo. Hasta entonces se habían mostrado inexpugnables. Constantino necesitaba de un estímulo adicional para que sus tropas recobraran fuerza e ímpetu y se dirigieran con la fuerza necesaria a enfrentarse con las de Majencio. Fue así como Constantino, cuyos arúspices no eran capaces de proporcionarle un augur favorable, tuvo la idea de hacer saber a todos que él en persona había entrado en contacto con un dios que le había dado noticia del presagio de su victoria. ¿Y qué dios fue?. Constantino tuvo la desfachatez de hacer ver que el propio dios de los cristianos se le había aparecido en sueños y le había dicho que con el emblema de Christo vencería. La XP griega que simboliza el nombre de Christo, fusionada en una sola letra, el conocido Christmon de los cristianos era el símbolo que le daría la victoria. Lo hizo saber solemnemente a sus tropas, con la seguridad que le caracterizaba en sus proclamaciones. Las tropas, aún con muchas dudas, se aprestaron a obedecer. Hubo un signo sorprendente y favorable, que encorajinó a las tropas de Constantino. Habían llegado noticias de que el oráculo había aconsejado a Majencio que no cruzara las murallas de la ciudad. Las batallas de sus tropas eran dirigidas por hábiles generales a sus órdenes, pero él permanecía protegido en Roma. Pero, de pronto, Majencio decidió salir al frente de sus tropas y plantar cara a las de Constantino.
Probablemente se sentía fuerte y pensaba que las fuerzas de Constantino llegaban muy debilitadas. A tan sólo unas pocas millas de la ciudad se dispusieron a entablar combate ambos ejércitos. La batalla se realizó el 28 de octubre de 312 en torno a la defensa del puente sobre el río Milvio. Y Constantino venció. Así fue, la victoria fue contundente. El mismo Majencio cayó de su caballo y fue a parar al río, donde murió ahogado. Su cuerpo fue recuperado por las tropas vencedoras y Constantino entró en Roma con la cabeza de Majencio sobre una lanza. El pueblo y el Senado de Roma, tan cobardes como siempre lo aclamaron como el libertador. Constantino hizo condenar la memoria de Majencio, cuyo nombre fue borrado de todos los documentos y los monumentos en los que figuraba. Faltaba poco para sus quincennales, cinco tristes años de poder. Los hombres seguían dando su vida por la ambición desmedida.
En el invierno del 312 Constantino regresó a Milán. Allí se reunió con Licinio con el fin de que éste se casara con la hermanastra de Constantino, Constancia, hija de Constancio Cloro y su esposa Teodora. En esta reunión, además, llegaron a una serie de acuerdos favorables a la legalización total del culto cristiano. Constantino, agradecido a su nuevo dios, decidió tomar partido por él. Incluso dispuso la construcción de varios lugares de culto para el uso de los acólitos de esta secta. Esto fue durante los primeros meses del 313 Maximino Daya, al dejar de estar sometido al yugo de Galerio, pareció enloquecer. Reanudó persecuciones parciales contra los galileos, cosa indigna pues, aunque particularmente no me parezca un hecho equivocado, un emperador nunca puede actuar en contra de la ley, y el edicto de Galerio no había sido revocado en ningún lugar del imperio. Empezó a celebrar grandes fiestas, a repartir riquezas sin ton ni son y a gastar muy por encima de sus posibilidades. Pero lo peor de todo, el peor de todos sus males fue actuar contra su madre adoptiva, mi propia hija, la viuda de Galerio, Valeria y también contra mi esposa y madre de Valeria, Prisca. Me llegaron noticias de su intento de casarse con Valeria, a lo que ella se negó. Entonces decidió arrebatarle todos sus bienes, castigar a su servicio en algún caso incluso con la muerte y ¡condenar al destierro a mi propia hija y a su madre!. ¡Fueron desterradas!. Un insulto a mi persona que yo no podía admitir. Quedaron confinadas en un lugar apartado y solitario del desierto de Siria.
A través de notas personales, de enviados especiales, de intermediarios solicité que dejara que me las enviara a ambas, que me haría yo cargo de las dos. No me hizo caso. Supliqué, rogué, incluso llegué en pensar en abandonar mi retiro y hacer valer mi todavía exclusivo título de fundador de la tetrarquía, rememorar mi proclamación como primer Augusto señor, reclamar la atención y la ayuda de mis leales tropas y actuar contra Maximino, ¡y no sólo contra él!, ¡contra todos!. Todos los estúpidos que se hacían llamar emperadores, padres de la patria, y todo lo que hacían era trabajar para su bien y para el mal del Imperio.
He enfermado. Ya apenas puedo seguir escribiendo estas notas. Maximino sigue haciendo oídos sordos a mis súplicas, me ningunea. Pronto el Imperio volverá a padecer guerras, luchas fraticidas. Licinio acecha a Maximino, sin darle la espalda a Constantino, por temor también de su actual socio. Volverán los penosos tiempos de la crisis imperial. ¡Cuánto daño hacen las personas a la historia!. En mi tristeza preveo que mi tiempo se acaba. Mis semillas no han dado frutos. La muerte será la única solución….
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Y los emperadores siguieron peleando entre ellos. Diocleciano falleció en su palacio de Espalato a mediados del 313. Fue enterrado en las proximidades del propio lugar. En el Imperio, la lucha por el poder supremo continuó. Cuando Maximino supo que Licinio se encontraba en Milán, lejos de sus fronteras, acudió con todo su ejército a marchas forzadas a cruzar el Bósforo, frontera pactada en el 311 con el propio Licinio. Maximino se hizo con Bizancio y siguió avanzando. Licinio no se había entretenido. Reunió un importante contingente de tropas y acudió de inmediato al encuentro con Maximino. El combate final se produjo en la misma Tracia, a finales de abril del 313. Las tropas de Licinio arrasaron literalmente a las de Maximino. Este hizo la acción más horrible que puede esperarse de un emperador: ¡huyó abandonando a sus tropas!. Escapó oculto entre sus propios esclavos. Regresó a Nicomedia y de allí se dirigió a Tarso, en la Capadocia. Licinio llegó poco después a Nicomedia y rindió honores al dios de los cristianos. Se decidió a perseguir a Maximino. Este, finalmente, viéndose acorralado y con la amenaza de una horrible tortura y muerte, decidió poner él mismo fin a su vida. Se envenenó muriendo al menos con algo de gloria, de la cual careció en vida. Licinio, tras la muerte de Maximino, hizo ajusticiar a todos los familiares y allegados cercanos al fallecido, mujer, hijos, incluso a Valeria y Prisca, hija y esposa de Diocleciano respectivamente. Todo esto sucedió a finales del 313 y principios del 314.
Las cosas parecieron calmarse a lo largo del año 314. El Imperio quedó dividido de facto entre Constantino y Licinio, occidente para el primero, oriente para el segundo. En el 315 Constantino celebró en Roma sus decennales, es decir, sus 10 años de gobierno. Eran muy evidentes sus ánsias de ocupar el poder supremo. Se hacía llamar Augustus Máximus, el máximo emperador, el primero. Propuso a Licinio recuperar la configuración geográfica de Diocleciano y Maximiano. Ello representaba tener que ceder ambos emperadores parte de su actual territorio. Era una decisión difícil. Constantino, además, incitaba a Licinio para que aceptara la creación de una nueva tetrarquía, y proponía como su propio César a Casiano, esposo de su hermanastra Anastasia. Si Licinio aceptaba, el territorio bajo el poder de Constantino y su familia iba a extenderse, sin necesidad de entablar ninguna batalla para ello. Licinio no estaba conforme con estas propuestas. Se produjeron algunos enfrentamientos entre tropas de ambos emperadores en el 316 en Panonia y Tracia. Pero el tema no pasó de aquí.
El año 317 Constantino, de forma unilateral, nombró a los Césares. Como César de Licinio, nombró a Liciniano, hijo de aquel y la hermanastra del propio Constantino, Constancia. Tenía unos dos años de edad. En occidente, como Césares suyos, nombró a Crispo, un hijo ilegítimo suyo de unos doce años, y Constantino II, hijo recién nacido de su esposa Fausta.
Licinio fue apartándose de forma gradual de sus favores a los cristianos, como contraposición a los designios de Constantino. Hacía el final de su mandato se declaró claramente anticristiano y adorador del dios sol. A finales del año 323 las tropas de Constantino, en aparente lucha con los sármatas y los godos, entraron en el territorio bajo el mando de Licinio. El combate final era inminente. La batalla decisiva tuvo lugar en verano del 324, cerca de Adrianópolis. Se enfrentaron ambos ejércitos y Constantino resultó vencedor. Licinio se refugió en Bizancio, pero allí también vencieron las tropas de Constantino, que ocuparon la ciudad. Finalmente Licinio fue hecho prisionero y Constantino lo mandó ejecutar. ¡Constantino, tras casi 20 años de su inicial proclamación como emperador, se había convertido de nuevo en emperador único en todo el imperio!. Desde el año 283, hacía más de 40 años, cuando Diocleciano tomó el poder supremo, ningún emperador había tenido todo el Imperio en sus manos. Constantino gobernó como emperador único durante 13 años, hasta el día de su muerte, en el 337.
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Diocleciano y los tetrarcas hoy en Venecia
(Mayo 2003)
Todos dicen que tendría que estar en la cama. ¡Al infierno con ellos!. Nada me sienta mejor que estar aquí sentado, frente a esta mesa que he hecho colocar en medio del jardín. Las primaveras son frías en la Iliria que me vio nacer, pero nada me place más que estar aquí, sólo, escribiendo estas notas que me relajan, bajo este viejo manto que conservo de mis años de campaña al mando de las legiones. Tengo ya 67 años (año 313) y siento que la vejez empieza a ganarme el pulso. Apenas puedo ya abrir surcos con el azadón en el huerto que ahora me entretiene. El futuro se me presenta breve. Pero no puedo quejarme, he sufrido un pasado preñado de sucesos que harían de uno en uno palidecer a cualquier ciudadano.
Ahora que entiendo que el fin se acerca, considero necesario dejar por escrito mi opinión sobre los hechos que he vivido. No en busca de que se haga justicia sobre mi persona en los años venideros. Esto lo doy por perdido. Sé que seré criticado, injuriado, incluso olvidado por los que escribirán la historia. Y lo sé porque ello ya ha empezado a ocurrir. A mí eso me importa poco. Pero en el futuro, cuando el mundo esté sometido a estúpidos gobernantes, que lo estará, manejados por huestes de interesados personajillos y la estupidez y el mal criterio sean la norma común, en algún rincón oscuro y húmedo de alguna biblioteca triste y poco frecuentada, dormirán las líneas proféticas escritas por mi mano, como garantes de la verdad que ya nadie recordará.
Tenía 30 años recién cumplidos cuando el gran emperador Aureliano fue asesinado (año 275). Nunca me sentí más satisfecho al servir a las órdenes de alguien. Ese magnicidio cruel y salvaje fue el origen de mi determinación en alcanzar el poder supremo. Si la estupidez de los súbditos no supo ver la honradez, el vigor y el honor que transpiraba Aureliano por cada uno de sus poros, sólo su sometimiento iba a hacer posible el gobierno. Yo tenía que conseguirlo. Aureliano fue el leal y fiel continuador de lo que otro gran emperador quiso realizar: su predecesor Marco Aurelio Claudio, al que llamaban también el segundo de los Claudios. La Fortuna disfrazada de enfermedad mortal, se llevó a Claudio (año 270) a los escasos dos años de su entronización. Pero Claudio aún tuvo tiempo de llevar a cabo un último servicio al Imperio, nombrando digno sucesor a un militar fiel, oriundo, como él, de esta tierra en la que ahora me encuentro escribiendo. Fue con Claudio que Iliria, antaño tierra de bárbaros, se convirtió en cuna de emperadores. Y así espero siga durante decenios, pues sólo en la fuerza que imanan las montañas nevadas, la aspereza de esta tierra y el frío pueden educarse las virtudes imprescindibles para el mando supremo.
Serví a las órdenes de Aureliano, como un soldado fiel y convencido. Defendí al mando de las legiones las limes mas peligrosas del Imperio. Me forjé en docenas de batallas, embarrado entre el esfuerzo, el dolor y la muerte. Yo había nacido en un pueblo minúsculo en la costa del Mare Nostrum, llamado Dioclea, muy cerca de este palacio que hoy me acoge, en estas tierras balcánicas. Conservo pocos recuerdos de mi niñez. Una destartalada habitación de madera que apenas se tenía en pié, llena de agujeros en su techo en la que vivíamos toda la familia. Un padre que apenas hablaba, con el cuerpo envejecido por la dureza del trabajo en los campos de otros. Y una madre vestida con ropajes que parecían harapos y que hacía milagros para conseguir poner un plato de comida en la mesa. Es así como, al cumplir los 14 años no dudé en alistarme en una de las numerosas levas que se hacían regularmente por la región. Solo el ejército permite el ascenso social por méritos propios. De no haberme alistado, con toda seguridad me hubiera convertido yo también en un andrajoso campesino, como lo habían sido mi padre, el padre de mi padre y así hasta lo que mi clan podía recordar. El día que partí hacia el campamento dejé atrás un pasado que no volvería nunca más. Jamás volví a mi poblado natal, ni volví a ver a mis padres. Supe que ambos murieron antes de que me convirtiera en emperador.
Siempre me ha gustado la vida en la milicia. Me gustó desde el primer día. Lo que otros encontraban extremadamente duro, para mí era necesario y útil. Ejercicios y más ejercicios. Largas caminatas. Un compañerismo desmesurado. Y disciplina, mucha disciplina. Me acomodé a la vida militar de una forma tan fácil y placentera que los ascensos fueron llegando sin cesar. Mi entrega, obediencia, valentía y fuerza en el combate me hicieron acreedor en unos años de un cargo de oficial, a las órdenes de los distintos generales nombrados por cada emperador de turno.
Hasta la llegada de Aureliano, el ambiente general en la milicia era de abandono. Una crisis de identidad galopante, que hacía presagiar una derrota tras otra. La ausencia de autoridad al frente de los designios del imperio era palpable. El ambiente era derrotista. Aureliano despertó en mí la esperanza de que los dioses aún sentían aprecio por la humanidad. Todo se vino abajo de nuevo cuando supe de su muerte, no lejos de aquí. Fue en Tracia donde unos soldados borrachos que no merecían ser llamados legionarios, ensuciaron con sus manos la dignidad del más indigno de los estandartes. Aureliano fue asesinado sin motivo ni razón, en una noche estúpida de invierno. Ni siquiera lo asesinaron para imponer a algún pusilánime general al que pudieran solicitar alguna recompensa. Lo mataron y punto. El senado, ante el desarrollo de los acontecimientos y probablemente feliz por haberse sacado de encima el yugo de un emperador firme y recto, realizó la peor de las proclamaciones. ¿Quién era Marco Claudio Tácito?. ¿Qué méritos tenía para ser proclamado sucesor de un gran emperador?. ¿Dónde había combatido?. ¿Había combatido en alguna ocasión en algún sitio?. ¿Había hecho algo por el bien social?. ¡Nada!. Un viejo y rico provinciano de Italia, como no, que encima pretendía ser descendiente del gran historiador. Mi único consuelo fue saber de su muerte a manos de algún soldado inteligente antes de finalizar ese mismo año (año 276). Con esta triste elección, el decrépito Senado había proclamado también su propia sentencia de muerte.
Muerto el estúpido Tácito, las tropas en un alarde de lucidez, proclamaron emperador a mi amigo Probo, que en aquel tiempo estaba al frente de las legiones del Este. Poco pudo hacer este buen soldado al mando de generales traidores, de tropas insubordinadas, de senadores corruptos. Cinco años intentando poner orden en un Imperio que se hundía. Y de nuevo una noche de borrachera militar acabó en el asesinato de un emperador (año 281). No era nada nuevo, en los cincuenta años que precedieron a mi ascenso al trono imperial se sucedieron varias docenas de emperadores, de usurpadores que ostentaban el título con soberbia y de pretendientes que se conjuraban en el asesinato imperial. Todos ellos murieron bajo el hierro vil de la infamia, salvo unos pocos afortunados que supieron morir en el frente de batalla o a los que venció la enfermedad antes de que les llegara el asesinato.
Tras Probo, oriundo de las tierras de Panonia, al norte de aquí, le tocó el turno de nuevo a un general Ilirio. Marco Aurelio Caro era el tercero nacido en estas montañas. Caro había servido también a las órdenes del gran Aureliano. ¡Qué gran gobernante el que sabe rodearse de grandes colaboradores!. Caro merecía todo mi respeto, pues también era amigo mío y un gran militar. Tras alcanzar el poder hizo de inmediato dos cosas admirables: renunciar a la aprobación formal de su elección por parte del Senado, demostrando así cuán bajo había caído esta institución y qué poco sentido tenía ya su existencia, y reemprender la campaña contra los persas que había quedado pendiente desde la muerte de Aureliano. El éxito en las batallas le llevó a las puertas de Ctesifonte, en plena Mesopotamía. ¿Y qué ocurrió?. Un lector inteligente, y debe serlo si ha llegado hasta aquí en la lectura, podría adivinarlo. No hubo excepción. Un asesinato incomprensible, un magnicidio horroroso, en pleno frente de batalla, tras escasamente dos años de poder (año 283). ¡Hasta Roma debían llegar las carcajadas de los ejércitos persas!. Si así pagaba el Imperio a sus emperadores victoriosos, estaba tocado mortalmente.
El fin de Caro fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Si el asesinato de Aureliano me empujó a decidirme por trabajar en aras de alcanzar el poder máximo, la muerte de Caro me llevó a tomarlo por fin en mis manos. Durante los últimos siete años (276-283) me había aprestado a estar en el lugar adecuado en el momento más oportuno. Ahora puedo confirmar que estaba en lo cierto en mis planes. Para alcanzar y ejercer el poder hay que luchar denodadamente, pero con objetivos temporales muy claros. En primer lugar hay que ser exitoso y conocido, pero no peligroso. Hay que mostrarse fuerte con los individuos que manejan los hilos en segundo nivel, y manso, útil y obediente con los principales. Nadie es tan estúpido como para ofrecer el poder en bandeja a una persona que sepa lo hará ajusticiar por perverso y nocivo. No, cuando el poder se toma de manos sucias, es preciso ensuciarse. Una vez se consigue el poder, hay que ejercerlo con dureza y sin piedad en el primer instante, buscando la sorpresa inicial, con el fin de eliminar a todos aquellos con capacidad para arrebatarlo. Sólo después, con el trono seguro, uno puede dedicarse a gobernar con buen criterio y afán de justicia. Así lo hice durante más de veinte años. Esta sencilla forma de actuar la conocen los mismos matasanos desde la época lejana del propio Hipócrates. Ante un gran mal, lo primero es cortar y eliminar de raíz. Ya hay tiempo después de aplicar en el pecho paños húmedos con sustancias aromáticas o respirar los beneficiosos vahos de las termas. Primero siempre actuar de forma agresiva, sin temor a hacerlo con exceso. Lo contrario puede ser fatal.
Cuando Caro fue asesinado yo ya estaba en ese lugar oportuno. Tenía 38 años y era el jefe de la guardia de corps imperial, la fuerza militar más potente, temida e influyente del Imperio. Mientras los generales y jefes de las legiones asesinas aún dormían su borrachera de sangre imperial en el frente del Este, yo era proclamado emperador por mis tropas. Tampoco quise saber nada del Senado. No me hacía ninguna falta.
Me propuse lanzar un claro mensaje a los potenciales asesinos de emperadores. Una de mis primeras órdenes fue hacerme traer ante mi al general que se suponía había impulsado el asesinato de Caro. Tras someterlo a un consejo de guerra y ser condenado a morir, lo ajusticié con mis propias manos, con un certero golpe de mi espada, espada que limpié con mi propia túnica y volví a enfundar en mi cinturón. La señal era evidente. Todo aquel que quisiera acabar con mi vida me encontraría con la espada cerca de mi mano.
Mi nombre de nacimiento es Diocles, en alusión a la población en la que nací en la costa ilírica. Es un nombre que siempre me ha gustado, con su resonancia griega. Al ser proclamado adopté el nombre oficial de Cayo Aurelio Valerio Diocleciano, y se me nombró por mi nombre original ligeramente transformado por las obligaciones del poder, Diocleciano. De la humildad de la hacienda campesina de mi nacimiento, de la pobreza de la mesa, la ropa y las costumbres de aquellos años, del hambre incluso que había llegado a amenazar a mi familia, había pasado a poder disfrutar de manjares exóticos, de las sedas orientales más preciadas, de los lujos más impensables. Pero decidí que el poder no consistía en el disfrute, sino en la templanza. Y ese ha sido mi lema hasta el día de hoy. No hay mayor goce que el de tener la posibilidad de poseer todos los placeres del mundo conocido y tener la voluntad y el poder de renunciar a los mismos. No sólo me comporté frugalmente en mis comidas y en mis hábitos, sino que obligué a mis directos colaboradores a que no hicieran ostentación de sus riquezas ante mí. Por otro lado, me propuse el alejamiento de la plebe. Uno de los principales motivos de tantos y tantos asesinatos impíos era el mantenimiento de esa falsedad del principado. Fue el divino Augusto quién puso los pilares del gobierno imperial, unos pilares que soportaron el peso del Imperio durante más de dos siglos. Pero entonces era el momento de cambiar y de adecuar las formas y los estilos a los peligrosos tiempos que ahora corren. Augusto se proclamó a si mismo “princeps”, es decir, el primero entre iguales. En aquel tiempo el Senado era un centro importante y respetado de poder. No hubiera consentido el dominio de nadie que se hubiera considerado superior. Y esa fue la inteligencia de Augusto. ¡Una inteligencia que le permitió gobernar durante más de cuarenta años!. Augusto aprendió la dura lección que le dio su padre adoptivo, el gran Julio. Él intentó alcanzar el poder basándose en su superioridad personal sobre el resto de los ciudadanos. El Senado no le consintió semejante soberbia y en una sucia conspiración fue asesinado. Eran otros tiempos. Desde Augusto los emperadores no eran oficialmente más que un ciudadano más, el encargado de llevar las riendas de la cuádriga imperial. Y así era que se mezclaban con la plebe, se paseaban desarmados por los mercados, acudían al foro a impartir justicia, con sencillas túnicas blancas y los legajos bajo el brazo, caminando junto a sus conciudadanos y mesando el pelo de los niños que se cruzaban en su camino. Y, por supuesto, celebraban las victorias en el frente de batalla brindando con sus soldados, compartiendo sus risas y sus borracheras. Mientras duró el respeto que imanaba de los grandes emperadores, el propio Augusto, Vespasiano, Trajano, Marco Aurelio, los ciudadanos no imaginaron jamás lo sencillo que era acabar con sus vidas. Pero todo cambió con el mal gobierno de los Severos y sus arpías familias adoptivas oriundas de esa contínua fuente de problemas que es el Próximo Oriente. La plebe, los soldados, el propio Senado aprendieron que los emperadores eran simples seres humanos y que las espadas acababan con sus vidas con la misma facilidad con la que un carnicero es capaz de arrancar la vida a un simple conejo.
El principado no podía seguir manteniéndose, o no habría nadie que pudiera escapar a la muerte por manos interesadas y asesinas tras la proclamación. Así que lo cambié. Yo no era uno más entre todos, un igual entre iguales. ¡Yo era el emperador!. ¿Cómo podía ser igual a los demás?. El Senado ya no tenía ningún poder, así pues ya no era necesario que los emperadores siguiéramos disimulando estúpidamente. Yo dejé de hacerlo. Tras dejar claro que no iba a ser fácil acabar conmigo y vengar la muerte de mi antecesor, tomé una decisión inaudita pero que ya tenía largamente meditada: desplacé mi domicilio oficial a Nicomedia, una apenas conocida ciudad de Asia Menor. ¡Renuncié a vivir en el Palatino!. Y no lo hice sólo para alimentar mi imagen de austeridad, sino para librarme de vivir entre las víboras en que se habían convertido los políticos de la ciudad que conmigo dejó de ser “la ciudad imperial”. ¡La ciudad imperial es donde tiene su residencia el emperador!. Y yo elegí Nicomedia. Era una ciudad modesta, ni pequeña ni grande, con todas las comodidades necesarias, pero sin excesos. Cercana a los únicos enemigos que un emperador tendría que haber tenido siempre en cuenta: los que atacaban nuestras fronteras. Cerca de los limes danubianas, de las estepas bárbaras del norte y, sobre todo, de las fuerzas persas, auténtica pesadilla desde tiempos inmemoriales. Recuerdo las caras de asombro de mis leales colaboradores. No podían creerlo. Incluso aparecieron pintadas en las paredes de algunos edificios tildándome de cobarde, traidor y otros tantos adjetivos injuriosos. La gran ciudad no podía creer que tras más de mil años de ser el centro del poder del mundo ahora fuera relegada a un segundo plano. Yo renunciaba a los lujos palaciegos, a las virtudes de los colosales baños, las termas, los teatros, el circo Máximo, el magnífico anfiteatro Flavio, las propias tiendas de los foros imperiales, en las que podían comprarse los bienes más inauditos y preciados. ¿Nicomedia?. ¿Dónde estaba esa ciudad, quién la conocía?. ¿Cómo era ese infausto lugar que se atrevía a competir con las virtudes de la ciudad imperial por designio de los dioses?. Desde el día que pernocté en ella por primera vez, hacía de ello ya muchos años, en uno de mis viajes al frente Este, supe que ese iba a ser el lugar en el que instauraría mi corte, lejos de los vicios y las malas costumbres de la ya vieja y sucia Roma. Nunca he sido un hombre culto a la vieja usanza. He leído a Homero y los hechos troyanos, a Herodoto y las historias de sus vastos viajes, a Plinio, Tácito y otros grandes historiadores patrios, a los compiladores de las vidas de los grandes emperadores del pasado, los discursos de Cicerón y de Séneca, por supuesto los Comentarios a la Guerra de las Galias, del gran Julio, incluso algo de lírica, Virgilio, Plauto. Pero no puedo considerarme un hombre culto. Por desgracia he tenido poco tiempo para dedicarlo al placer del estudio y la lectura. De niño no me fue posible, por no tener medios para ello, y de adulto la milicia primero y el gobierno después, me obligaron a someterme a otros asuntos más perentorios. A pesar de ello, cualquier persona sana en su juicio y docta en sus conocimientos preferiría a todas luces vivir en Oriente que en esa putridez occidental. ¡Lejos de Roma!. Sólo así se podía aspirar a un gobierno sin injerencias ni chantajes.
En cuanto llegué a Nicomedia, dejé muy claro que quedaban erradicadas desde aquel mismo instante cualquier tipo de confianzas con mi persona. En la mentalidad oriental no hubo impedimentos insalvables para construir a mi alrededor una muralla protectora. Puse en marcha un complejo ceremonial en la corte, dirigido a hacer el acceso a mi persona lo más difícil y distante posible. Sólo si la figura del emperador inspiraba un altísimo grado de respeto y buenas dosis de temor, las mentes simples de los soldados podían ser reprimidas a la hora de asesinarlo en un arrebato de reclamación, disgusto o queja. Yo iba a ser respetado, ¡y los dioses son testigos que lo he sido y aún lo soy!. Me convertí en el “Dominus”, el Señor, cambiando para siempre la concepción del principado por la del dominado. Aunque para ello tuve que parecerme en ocasiones a esos reyezuelos orientales contra los que tantas veces he tenido que combatir. Mis audiencias se cargaron de estrictos rituales. Mi trono en alto, mis facciones impasibles, los embajadores tenían que acercarse a mí con los ojos puestos en el suelo y arrodillarse para besar el faldón de mi manto. El ritual de la prokinesis era una de mis mejores defensas personales. Para poner en marcha todo ello, por desgracia, fue necesario crear toda una serie de cargos administrativos que pululaban por el palacio organizándolo todo, desde chambelanes a maestros de ceremonias. Tuve que soportarlos, pero mi inaccesibilidad era necesaria.
Tras todas esas decisiones que tenían como objetivos mantenerme con vida de una parte, y hacerme con el auténtico timón del poder por otra, llegó la hora de gobernar para mis súbditos. Para ello puse en práctica otro plan lárgamente meditado desde antes de mi entronización. Un solo hombre no podía estar suficientemente informado sobre todo aquello necesario e importante en un Imperio que abarcaba desde el fin de la tierra y las torres de Hércules hasta el medio oriente y las tierras bañadas por el Eufrates. Yo no podía estar en todas partes. El Imperio, además, estaba grávemente herido, con desórdenes civiles y levantamientos por doquier, tropas bárbaras cruzando las limes siempre que lo deseaban, arrasando tierras imperiales y matando a ciudadanos libres, insubordinación fiscal, deterioro de la moneda y la economía, pobreza, hambre y mil calamidades más, consecuencia de demasiados decenios de desgobierno y anarquía. El emperador tenía que estar cerca de sus súbditos, cerca de donde tenían que tomarse las decisiones. Yo, Diocleciano, necesitaba alguien que pudiera ayudarme. Y no podía ser un mero colaborador o un gobernador hábil. No, tenía que ser alguien que ostentara la misma dignidad que yo mismo. Sólo así podría garantizarse también su propia supervivencia y asegurarse el respeto y la obediencia de los ciudadanos. No era una idea original. Hacía más de un siglo ya el gran y divino Marco Aurelio se hizo ayudar por un emperador asociado. Y eso es lo que hice. Elegí a un general respetado y leal y lo elevé a la dignatura de Augusto (año 286), la misma que ostentaba yo mismo. Maximiano, compañero de armas en el pasado, de origen panonio y cuna humilde como yo mismo, era una persona disciplinada y eficaz. Tenía además una cualidad necesaria: era de común un tanto ignorante y de inteligencia suficiente pero no excesiva. Eso lo hacía fácil de manejar por mí y limitaba las posibilidades de enfrentamiento entre ambos. El tiempo y los veinte años de gobierno compartido demuestran el acierto de la elección, aunque al final de sus días las cosas se torcieron y tuve que intervenir contra mi voluntad y mis deseos en los motivos de su propia ejecución. Pero ésto lo contaré más adelante.
Maximiano adoptó el título de Marco Aurelio Valerio Maximiano, y se instaló en Milán, ya que Roma no ha sido nunca más residencia oficial de ningún emperador. Dejé en sus manos el gobierno de la parte occidental del Imperio, aunque siempre bajo mi supervisión y el visto bueno de mi persona en todas las decisiones importantes. Maximiano demostró ser digno del cargo, con una eficacia en el combate contra usurpadores y bárbaros que en ocasiones llegaron a admirarme incluso a mi mismo. Rebeliones de campesinos e invasiones de bárbaros bagaudas en las Galias y la rebelión de un general traidor en Britannia, un tal Carausio que se autoproclamó asimismo emperador, mantuvieron bien entretenido al esforzado Maximiano.
Una vez nombrado mi Augusto asociado hice otra proclamación que pareció falsa palabrería en su momento, pero que cumplí con honor al cabo de los años. Dejé bien claro que Maximiano y yo mismo sólo ostentaríamos el título de Augusto durante un máximo de 20 años. El Imperio necesita del vigor de la juventud. Un viejo que apenas pueda tenerse en pie no infringe temor a sus adversarios ni confianza a sus súbditos, y menos en los momentos críticos por los que atravesaba el Estado. Esta proclamación, además, tenía otra finalidad: apaciguar en los años venideros a los futuros sustitutos que pudiéramos tener.
Entretanto me dediqué a dotar a la diarquía que acababa de inaugurar de una fuerza moral tal que fuera inabordable para cualquier nuevo usurpador. La contención de las tropas solo podía venir por una autoimposición y un freno en la propia mente ciudadana. Afortunadamente la plebe es fácil de impresionar. En línea con la instauración del dominado, di un paso más al frente. Algo que probablemente no hubiera sido posible en la mente ciudadana dos siglos atrás, ya estaba maduro para ser impuesto en estos tiempos. Ante el inicial asombro de todos me declaré descendiente del mismo Júpiter y tomé el título de Jovius. A Maximiano lo hice descender de Hércules, con el denominativo de Herculius. De este modo, el poder quedaba legitimado por la relación directa que Maximiano y yo mismo teníamos con los propios dioses. Ello nos convertía de generales afortunados que habían sabido hacerse nombrar Augustos, en lógicos y necesarios ocupantes del trono imperial. ¿Quién osaría levantar su mano contra los propios Jovius y Herculius?. Y por inocente y extraño que suene, el asunto funcionó. Al poco incluso mis más cercanos colaboradores adoptaron conmigo el trato que hubieran dispensado al mismo Júpiter. Impuse con facilidad los ceremoniales propios de un dios. He descubierto que en estos asuntos sólo tienes que propiciar el inicio. Después, una asombrosa cantidad de funcionarios se ponen en marcha para imponer la rigidez de mil y una ceremonias. No faltan nunca personajes interesados que buscan ante todo la potestad del cargo, por ridículo que éste sea (¡tenía incluso un individuo, el “Maestro de la marcha imperial”, que me precedía unos pasos limpiando el suelo que yo iba a pisar al instante y retirando cualquier hoja o piedrecita que pudiera importunarme!).
Los ataques continuos de los persas por oriente, la insubordinación de tropas en Egipto, los problemas de las Galias, la debilidad de las limes del Rin y del Danubio, los intentos separatistas de Britannia, junto con tantos y tantos problemas económicos como los que estaba padeciendo el Imperio, me impulsaron a buscar aún más ayuda en mi liderazgo. Por ello, en el año 1.046 (año 293) de nuestra era, decidí crear la Tetrarquía, nombrando para ello a dos césares asociados a Maximiano y a mi mismo. Cuatro emperadores gobernando todos bajo mi dictado, pero con la suficiente independencia y poder como para actuar y decidir por si mismos, serían suficientes para hacer frente a todos los males del Imperio. De ese modo, el 1 de marzo de ese año fueron nombrados los dos césares. Flavio Valerio Constancio, denominado Constancio el pálido o Constancio Cloro, un destacado general ilirio como yo que había mostrado su buen hacer como gobernante en su tierra natal, fue nombrado César asociado a Maximiano. Otro general cercano a mi, Cayo Galerio Valerio Maximiano, nombrado Galerio, fue proclamado César asociado a mi propia persona. Con el fin de legitimar estos nombramientos, se dispusieron los pertinentes enlaces nupciales. Constancio se casó con la hija de Maximiano y Galerio, aunque tenía tan solo unos pocos años menos que yo, con la mía. Ambos adoptaron los títulos de Herculino y Joviano, hijos de Hércules y Júpiter respectivamente.
El Imperio fue dividido en cuatro partes. Maximiano se reservó para sí Italia y Africa, dejando Hispania, Galia y Britannia en manos de Constancio. Yo asigné a Galerio las provincias europeas al sur del Danubio, incluyendo la Tracia, quedándome para mi propio gobierno las tierras Asiáticas y Egipto. Maximiano permaneció en Milán, Constancio se instaló en Tréveris, cerca de las fronteras del Rin, Galerio eligió Mitrovitza en tierras balcánicas y yo resté en Nicomedia, ciudad que seguía pareciéndome la más indicada para mi gobierno. Mi autoridad como Augusto senior jamás fue puesta en duda.
Pronto la Tetrarquía demostró su eficacia. Constacio aseguró la frontera del Rin y concentró sus esfuerzos en volver a dominar Britannia. Carausio ya había sido asesinado por otro usurpador, un tal Alecto. Constancio acabó con él y sus tropas sediciosas tan sólo tres años después de su nombramiento. Britannia acabó siendo la provincia más apreciada por el César y en ella pasó gran parte del resto de su vida.
Por su parte, Maximiano puso orden entre las tropas bereberes en Africa, que se habían atrevido a plantar cara a las tropas imperiales. Fueron reducidas con éxito. Personalmente me encargué de derrotar con dureza y sin piedad a otro usurpador surgido en Egipto y Galerio, al que envié a combatir a los persas, alcanzó una serie de victorias sucesivas que consiguieron la firma de un tratado de paz favorable al Imperio. Transcurridos quince años de mi ascenso al trono imperial, duración en el gobierno inaudita desde la época de los Antoninos y del primero de los Severos, el imperio volvía a estar bajo la pax romana. Desde la muerte del divino Marco Aurelio, el Imperio no había gozado de esta situación.
Durante todos mis años de mandato me propuse poner las bases para erradicar en el futuro situaciones tan terribles como las que me vieron llegar a mí al trono. En primer lugar me ocupé del ejército. Reduje drásticamente el número de soldados que formaban una legión. Ello me permitió aumentar el número de legiones, con el fin de realizar una amplia y más certera redistribución. Las legiones fueron distribuidas de la mejor manera en las fronteras más conflictivas, en Britannia, el Rhin, los márgenes Danubianos y el extremo oriental. En la mayoría de las provincias impuse que el mando del ejército no estuviera en manos del gobernador. Este tenía que dedicarse al buen gobierno de sus súbditos. Las tropas quedaban en manos de un duce, raportando directamente a su César o Augusto correspondiente. De ese modo también reducía los riesgos de sedición, pues cuando el gobierno, con la recaudación de los impuestos, y el mando de las tropas de una provincia están en las mismas manos, es fácil dejarse llevar por los cantos de sirena de la rebelión.
Las fronteras fueron otra de mis obsesiones. Di instrucciones para la construcción de cientos de millas de murallas, de sólidas fortalezas defensivas, de acantonamientos permanentes dotados de importantes contingentes de tropas legionarias, auxiliares e incluso federadas, es decir, de soldados bárbaros asimilados bajo el gobierno imperial. ¡Qué lejos queda la época del gran y divino Trajano!. En aquellos tiempos el emperador podía dedicarse a ampliar las fronteras del Imperio. Trajano consiguió incluso unir nuestro Mediterráneo con el mar de las Indias, a través de la conquista de toda Mesopotamia y hacerse con la misma desembocadura del Eufrates. ¡Algo inaudito y jamás repetido!. Hoy las cosas han cambiado. A lo único que podemos aspirar es a mantenernos firmes en nuestras limes. Quizás en un futuro el Imperio recobre sus energías y pueda de nuevo pensar en su expansión. Aunque soy muy pesimista respecto a ello.
Reorganicé completamente el territorio. Convertí la cuarentena de provincias existentes al principio de mi gobierno en un centenar. Al reducir la extensión de las provincias se hacía más fácil y asequible su gobierno. La fragmentación provincial, además, impedía la consolidación de poderes fácticos que pudieran tender a la insurrección. El Imperio quedó dividido en cuatro prefecturas, acordes con el reparto consensuado entre los Augustos y los Césares, al mando de un prefecto subordinado a cada uno de nosotros. Cada prefectura se dividió en varias diócesis bajo el dominio de un vicario o subordinado de un prefecto. Se crearon doce diócesis: Oriente, Mesia, Asia, Italia, Galia, El Ponto, Panonia, Viennense, Tracia, Hispania, Africa y Britannia. Las diócesis a su vez se dividieron en las más de cien provincias antes mencionadas al mando de un gobernador provincial.
Todo ello representó un desagradable, aunque inevitable, aumento de la burocracia imperial. En tiempos complejos como los que vivimos, es necesario disponer de fuertes estructuras que velen por la fiscalidad y la economía, la justicia, los servicios públicos, etc. La fortaleza en la que dejé el Imperio demuestra que fue un acierto apostar por el control firme de la ejecución de la política.
Debo dedicar un apartado especial en estas notas a los problemas que tuve con esa secta intransigente seguidora del galileo al que llaman Christo. Aunque su presencia y el motivo de mis molestias vienen de lejos, pués ya el emperador Nerón tuvo que tomar medidas contra ellos y sus absurdas prácticas y ritos, ha sido en los últimos decenios que han mostrado una fuerza que hizo necesaria la intervención imperial.
Los dogmas que impone esta teología son contrarios al sentido común y ofenden inadmisiblemente las buenas costumbres de nuestra sociedad. Estos dogmas pueden resumirse en los siguientes puntos:
* Férreo monoteísmo y creencia en la existencia de un único dios, el dios de los cristianos. Esto en sí mismo no sería tan nocivo sino fuera acompañado de un desprecio y negación absolutos de cualquier otro pensamiento u opinión que difiera de este dogma. La difamación de los dioses paganos, nuestros dioses, los que han acompañado a griegos y romanos desde el inicio de los tiempos, es una provocación inaceptable.
* Creencia a ultranza en la existencia tras la muerte de una vida feliz y eternamente dichosa. Para ellos, claro esta. Ello provoca su desapego de la realidad, la dejadez, el menoscabo del trabajo, de la producción, de la sana ambición de prosperar y generar riqueza en este mundo.
Creencia en la inminente llegada de un salvador y en el fin del mundo, con el advenimiento del perdón de todos los pecados y la salvación de los prosélitos. Con ello se mofan y atemorizan a los buenos ciudadanos que no creen en sus dogmas.
Todo ello se acompaña de unos ritos por lo menos sospechosos de crímenes, canibalismo y orgías sexuales, contrarios al buen comportamiento. Los galileos, además, disponen de una disciplina jerárquica férrea que impide el abandono de la secta y propicia el proselitismo y la captación de adeptos.
La prolongación de la crisis institucional y económica tras la caída de los Severos, facilitó que muchos ciudadanos llegaran a pensar que nuestros dioses habían desaparecido. Ello también constituyó una fuente de adeptos para los galileos, gente desengañada que solo esperaban ya el fin de este mundo y la llegada de “su” salvación (¡al diablo con las sectas exclusivistas!). Llegó un extremo en que me vi obligado a intervenir.
Si bien ya en el pasado, en algún arranque de furia derivado de alguna extrema provocación, había decretado que se obligase a todo ciudadano a realizar sacrificios a nuestros dioses o a la figura del emperador, cosa que resulta altamente ofensiva para los miembros de esta secta, bajo pena de azotes y expulsión del cargo civil o militar que se ostentara, en febrero del año de mi octavo consulado (año 303), aconsejado con vehemencia por mi césar Galerio, publiqué una serie de edictos de persecución contra esta peligrosa secta. En estos edictos que me propuse hacer cumplir, estipulé que todas las personas que profesaran estas creencias fuesen privadas de todo honor y toda dignidad como pena a sus infamantes hábitos, con pérdida de todos los derechos y privilegios que pudieran corresponderles por su posición social. Cualquier acción judicial contra ellos fue lícita mientras se les privaba a ellos de la capacidad de querellarse. Promulgué la prohibición de reunión, la destrucción de sus templos y lugares de culto, la expropiación de todos los bienes comunitarios y la destrucción de sus libros sagrados, a los que idolatran casi tanto como a su dios. Hice obligado el requerimiento de sacrificio para toda la población del Imperio. Si se demostraba la pertenencia a esta peligrosa secta, todos los funcionarios o militares, fuera cual fuese su rango, desde el más alto al más humilde, serían expulsados con deshonor. A todo el que se negó a sacrificar, se le sometió a tortura y, tras el pertinente juicio, fue enviado a la hoguera. Se acabaron las contemplaciones.
Mis edictos fueron puestos en práctica en todos los rincones del Imperio, aunque con distinta intensidad. Por descontado que en el oriente bajo mi mando su cumplimiento fue estricto. Di ejemplo de inmediato en la propia Nicomedia, destruyendo su templo mayor y sometiendo a tortura a cientos de cristianos. Lo mismo hicieron en sus prefecturas Galerio y Maximiano (éste último con un cierto placer). No puedo decir lo mismo de la Galia bajo el mando de Constancio. Aunque él negó siempre las acusaciones que en algún momento le hice llegar, los informes eran claros. Constancio se limitó a destruir los templos y prohibir las reuniones, pero actuó con debilidad sobre los prosélitos. Y cuando las cosas se hacen a medias, es difícil conseguir los resultados buscados.
Tras la proclamación de los edictos, en noviembre del año 1.056 (año 303) los dos Augustos nos dirigimos a Roma para ser honrados por un merecido triunfo. Fui a celebrar mis vicennales, es decir, los 20 años de mi proclamación como emperador. El Imperio había recuperado de nuevo su vigor militar y las fronteras estaban de nuevo seguras y vigiladas por tropas poderosas, disciplinadas y leales. Fue una experiencia muy desagradable. Los habitantes de la ciudad no me habían perdonado lo que ellos denominaban la traición de haber dejado en un segundo plano a su ciudad. Fue una estancia fría, volví a tener que soportar a ricos personajes afeminados y corruptos, que sólo entienden la virtud como algo que pueden utilizar en su propio provecho. El Senado de Roma es poco menos que un burdel de trapicheos e intereses. Y los senadores de esa patética ciudad, de la que sólo cabe honrar ya su lejano pasado y su nombre, son los seres más despreciables del mundo. Me odian no tanto como yo a ellos. Tuve que soportar burlas ocultas, pintadas en las paredes y otras estupideces semejantes. Mandé construir una biblioteca nueva, un museo, baños, etc. que no sirvieron para reconciliarme con la ciudad. Tras un mes entre sus muros partí de forma repentina. Roma me ahogaba, ¡no se puede vivir en esa ciudad!. Jamás he vuelto ni lo haré, ni vivo ni muerto.
El regreso de Roma se prolongó durante varios meses, pues me dispuse a visitar las defensas de las riberas del Danubio. En este viaje de inspección enfermé y temí incluso por mi vida. Tengo para mí que fue consecuencia de mi desagradable visita a la antigua ciudad imperial. Llegué a Nicomedia en mal estado, postrado en el lecho, con fiebres recurrentes que me obligaban a delirar. Pasé un triste y doloroso invierno. Los estúpidos médicos que me atendían creían cercana mi muerte. Se les notaba en la cara. Pero a la llegada de la primavera me recuperé de forma sorprendente, para desgracia de mis enemigos, incluídos los acólitos del galileo. Fue esta enfermedad la señal a través de la cual los dioses me recordaban mis palabras. Habían transcurrido 20 años de mandato. Era el momento de hacer algo inaudito que nadie esperaba, sin precedentes en la historia imperial. Yo, el emperador, Claudio Aurelio Valerio Diocleciano, hijo de Júpiter, iba a abdicar y a retirarme de mis obligaciones oficiales. En mi partida iba a obligar a mi Augusto júnior a acompañarme, para dejar que nuestros respectivos Césares asumieran la nominación de Augustos, cargo para el cual ya estaban perfectamente preparados.
Maximiano no opuso ninguna resistencia a mi decisión, y si tuvo alguna queja no llegó a mis oídos. En cuanto a los Césares, se alegraron de poder asumir el mando supremo sin tener que esperar a nuestras muertes (o provocarlas, que nunca se sabe). Sobre todo Galerio, que no podía disimular su satisfacción y su ambición.
Aquí tengo que reconocer que quizás no hice bien dejándome convencer por mi César Galerio de la necesidad de conferirle a él la potestad de ejercer de Augusto senior tras mi retirada, cargo que por edad le hubiera correspondido a Constancio. Pero también es cierto que Constancio hizo bien poco por hacerse con el título. Incluso hizo poco por halagarme desobedeciendo en parte mis instrucciones respecto a la persecución de los cristianos. Di a Galerio el título de Augusto principal y dejé que fuera él mismo quién eligiera a los nuevos Césares, tanto el suyo como el del propio Constancio. Eligió a mi parecer a dos personas poco preparadas cuya única virtud era que prometían obediencia ciega y agradecimiento eterno a su benefactor, el propio Galerio, que podría manejarlos a su antojo. Constancio no protestó y yo me mantuve firme en el respeto que había prometido a las decisiones del que iba a ser el nuevo Augusto señor.
Los nuevos Césares fueron Flavio Valerio Severo, nombrado César de occidente, un oscuro militar que había servido a las órdenes del propio Galerio; y Galerio Valerio Maximino, nombrado como Maximino Daya, sobrino de Galerio y un tipo un tanto tosco en sus modales. Fue así como el 1 de abril del año 1058 (año 305) de la fundación de Roma, al año y unos meses de mis vicennales, me despojé de mi ropa púrpura en una ceremonia en Nicomedia, ceremonia en la que Galerio asumió mi rango y Maximino Daya el de Galerio. El mismo día a la misma hora, en una ceremonia similar celebrada en Milán, Constancio Cloro pasaba a ser el Augusto de occidente y Flavio Severo era proclamado como su César, despojándose Maximiano, mi leal servidor hasta el momento, de sus atributos como Augusto.
A los pocos días partí, ya como un ciudadano normal que había prestado sus servicios al estado, retirado como cualquier legionario lo era en su vejez, con 60 años a mis espaldas, hacia mi tierra natal. Me instalé en este palacio que me había hecho construir para el momento en la ciudad de Espalato (Split), cerca de la aldea que me había visto nacer, y recuperé mi nombre de juventud, Diocles.
Como sospeché desde el principio, la ambición de Galerio, su desmedido afán recaudatorio, su crueldad y sus equivocadas decisiones, todo ello acompañado de la mala elección de los Césares, iban a provocar un daño terrible al sistema tetrárquico que tanto bien había hecho al Imperio durante tantos años y que yo había confiado en que iba a seguir funcionando sin problemas ni fisuras por muchos decenios.
Al año escaso de su proclamación como Augusto, Constancio falleció. Había sido siempre de natural enfermizo y finalmente esta debilidad física lo llevó a la muerte. Ello produjo el primer conflicto serio. Constancio tenía un hijo bastardo, Constantino, fruto de una relación prematrimonial con una plebeya griega, una tal Helena. Constantino se había criado en mi corte imperial, en oriente, mientras su padre ejercía sus funciones en occidente. Tras la proclamación de Constancio como Augusto, Constantino partió para estar al lado de su padre en sus nuevas funciones. Debía tener en aquel momento unos 30 años. Era un muchacho valiente, que combatió con vigor en las campañas de las Galias y de Britannia. Fue aquí donde la muerte se llevó a Constancio y en ese mismo lugar, tras honrar con la cremación y los ritos funerarios a su padre, Constantino fue proclamado emperador por las tropas de su padre con el nombre de Cayo Flavio Valerio Aurelio Claudio Constantino. Galerio tuvo que decidir entre la guerra civil o negociar la aceptación de esta proclamación. Optó por lo segundo, temeroso de las consecuencias de lo contrario, lo que en parte evitó derramamientos de sangre pero redujo a cenizas el orden establecido en la tetrarquía. Flavio Severo pasó a ser Augusto de occidente y Constantino aceptó a regañadientes ser su César.
Todo esto no fue nada comparado con lo que estaba por suceder. Al poco de ser nombrado Constantino, Flavio Severo, siguiendo instrucciones del propio Galerio, se dirigió a Roma con la misión de someter una revuelta popular consecuencia de una mala decisión tomada por el propio Galerio. Este, contraviniendo las leyes que yo mismo había proclamado, había dispuesto que en el censo quinquenal que se estaba llevando a cabo ese mismo año (año 306) se contemplara también la plebe ciudadana, incluída la de la propia Roma. Craso error y de consecuencias gravísimas. Nunca antes se había censado en las ciudades, proceso que quedaba circunscrito al ámbito rural. Los habitantes de la orgullosa Roma se sublevaron, con el apoyo de las pocas cohortes pretorianas que aún permanecían en la ciudad. El propio gobernador fue asesinado. Flavio Severo estaba dispuesto a poner orden cuando las tropas y el pueblo de Roma proclamaron Augusto a Majencio, hijo del propio Maximiano. Con toda probabilidad no fue ajeno a esta proclamación el hecho de que Majencio gozara de la misma legitimación que Constantino. En la tetrarquía había hecho aparición lo que yo tanto había temido: los vínculos sanguíneos.
Majencio era un joven impetuoso y muy interesado. Desde la vieja Roma, la antigua capital imperial, rememoraba a las anteriores dinastías de emperadores. El era hijo de un Augusto, ¿por qué entonces no tenia derecho a suceder a su padre?. Fue proclamado con el nombre de Marco Aurelio Valerio Majencio. Al frente de unas pocas cohortes de pretorianos, poca oposición podría plantear al ejército de Flavio Severo. Pero Majencio siguió explotando los vínculos sanguíneos. Severo se acercaba a Roma al frente de las tropas que su padre lideró durante más de veinte años. Majencio envió la púrpura a su padre, que vivía retirado en la Campania, para que accediera a ser de nuevo Augusto en activo, ¡y éste aceptó!. Tras tantos años al servicio del Imperio, Maximiano había cometido su primer grave error. Y con ello demostraba haberse emborrachado de la gloria. Majencio consiguió repeler a Severo en las mismas puertas de la ciudad. Severo se retiró a Rabean y fue allí cuando sus propias tropas le retiraron la confianza y fue asesinado. De nuevo aparecía el asesinato imperial como forma de poner y quitar césares. La tetrarquía había recibido su golpe de gracia. A mi las noticias me llegaban confusas y de forma intermitente. Mis temores crecían día a día, pero me dispuse a mantener el ejemplo de mi retiro.
Majencio y su padre sabían que no disponían de suficiente fuerza militar como para oponerse a las tropas de Galerio. Y Galerio estaba dispuesto a la guerra civil para recuperar el poder supremo. Maximiano no tenía más opción que intentar atraerse a Constantino y sus tropas. A finales del 307 se reunieron ambos en la capital de Maximiano, Tréveris. Allí el viejo Augusto entregó en matrimonio a Constantino a su hija Fausta, que por aquel entonces no tendría más de 9 o 10 años. Maximiano invistió con la púrpura de Augusto a Constantino, nombrándole coemperador. Una relación que duró muy poco.
Galerio se presentó en Italia al frente de un poderoso ejército. Su intención era doblegar a la mismísima Roma. Pero el iluso de Galerio no podía ni siquiera imaginar lo que representaban las murallas de esta ciudad. Tuvo que desistir de su intento de tomarla y antes de provocar un enfrentamiento entre las tropas de Constantino, Majencio y Maximiano, su propio suegro, y ante las propias dudas que debieron mostrar las tropas por lo que estaba sucediendo (Constantino era hijo del fallecido Augusto Constancio y ahora también yerno de Maximiano, que era “hermano” celestial de Diocleciano, padre de Majencio y suegro del propio Galerio, ¡un tremendo lío que las tropas a duras penas podían comprender!), Galerio decidió retirarse a oriente.
Las ánsias de poder de Maximiano que, de verse retirado, se encontraba de nuevo investido con la púrpura y aclamado por sus antiguos soldados, empezaron pronto a causar estragos. Su hijo, Majencio, quiso dejar claro que el Augusto principal, el más antiguo era él, ya que fue él el que llamó e invistió con la púrpura a su padre, llamándole en su lugar de retiro. Maximiano no soportó este agravio. Intento eliminar a su propio hijo, pero éste fue defendido por las tropas de Roma que le habían aupado al trono imperial y Maximiano tuvo que huir con el rabo entre las piernas y con riesgo de muerte de la ciudad. Majencio se hizo fuerte en Roma, mientras Constantino y Maximiano decidían ignorarlo por el momento.
Por fin Galerio, se avino a tratar conmigo. Desde mi retirada había considerado inoportuno hacerlo, pués siempre buscó dejar claro que no necesitaba la ayuda de un viejo Augusto retirado que vivía plácidamente en su palacio sin inmiscuirse en los asuntos de estado. Ante los acontecimientos que se habían desencadenado, Galerio apeló a mi todavía presente autoridad. Yo era el único que podía acallar a las tropas y a la plebe de todo el orbe. Yo, el viejo Diocleciano, iba a poner orden por el bien general del Imperio. El 11 de noviembre de 308 se celebró una reunión en Carnuntum, en Panonia, en la que, negándome con decisión a volver a tomar la púrpura, cosa que todos los presentes me solicitaron, decidí que Galerio siguiera siendo el Augusto de oriente, con Maximimo Daya como su César y, a instancias de Galerio que continuaría siendo el Augusto principal, nombré como Augusto de occidente a un tal Licinio, hombre de confianza de Galerio. Constantino quedaba como César de Licinio y a Maximiano le ordené que volviera a su retiro y dejara de intentar recuperar el poder, de lo contrario tendría que vérselas seriamente conmigo. Majencio fue proclamado “enemigo de la patria”.
Maximiano regresó a las Galias y, desobedeciendo lo acordado en Carnuntum, se invistió de nuevo con la púrpura en Arlés. Constantino avanzó rápidamente hacia la zona y parece ser que, alcanzándolo en Marsella, estranguló con sus propias manos a su tozudo suegro. Mal fin para un ciudadano que había ostentado tan alto poder. Esto sucedió a principios del 310. La ambición es mala consejera sino se sabe modular. Constantino por su parte, aunque no se opuso a las decisiones por mí tomadas, sí lo hizo a cambiar su título de Augusto por el de César. Era un mal menor.
Pero los problemas y las envidias seguían. El César de oriente, Maximino Daya, se quejó con razón de que Licinio, un perfecto desconocido, hubiera sido nombrado Augusto en Carnuntum sin haber pasado por el cargo de César y saltándose el orden lógico de la tetrarquía. Y tenía razón, el título de Augusto le hubiera correspondido a él tras la muerte de Flavio Severo, por una cuestión de antigüedad. A estas cosas conducían los arbitrarios nombramientos que hacía Galerio. Maximino, desobedeciendo las instrucciones de su Augusto, se hizo proclamar Augusto por sus tropas, lo que Galerio no tuvo más que aceptar para evitar nuevos enfrentamientos. Así pues, en el mismo 310, Galerio suprimió el título de César, confirmó los títulos de Augusto de Licinio y el suyo propio y nombró “hijos de los Augustos”, con el mismo título, a Constantino y Maximino Daya. La tetrarquía acababa de fallecer. ¡Cuatro Augustos!. Ello hacía incomprensible la situación e imposible su funcionamiento. Maximino Daya tenía el poder establecido en Asia Menor, Galerio en Tracia, Licinio en Panonia y Retia, Constantino en Britannia, Hispania y Galia y Majencio, que todavía hacía la guerra por su cuenta, gobernaba Italia y Africa, esta última región con no pocos problemas (un tal Alejandro llegó a proclamarse emperador en el mismo 310, aunque poco después fue eliminado por las tropas de Majencio que así recuperó el control de la zona).
A principios del 311 Galerio enfermó. Una extraña y repugnante enfermedad que se resistió a toda curación. Su cuerpo se llagó y, por lo visto, entró prácticamente en putrefacción. Circularon rumores de que la carne pútrida despedía un olor tan horrible que llegó a provocar la muerte de alguno de los muchos doctores que le visitaron. En ese trance Galerio decidió que los edictos que yo mismo había publicado hacía ya 8 años no habían tenido éxito. En mi opinión, si habían fracaso en su intento de erradicar a esa lacra que es la secta de los galileos no fue gracias a ellos, su fortaleza o sus virtudes, sino por culpa de la indecisión de los emperadores reinantes, de sus luchas intestinas, de sus desacuerdos, de la flojedad con la que se impusieron las condiciones de los edictos. Todo ello había hecho que los cristianos, si bien en silencio y semiocultos, siguieran siendo muchos y poderosos. A pesar de todos los males que les habían caído encima en estos años, los adictos al galileo continuaban con su proselitismo y las masas plebeyas seguían cayendo en las garras de sus dogmas y falsas promesas. Galerio, antes de morir, quiso reconciliarse con ellos y, como único emperador en activo de los cuatro tetrarcas que habíamos implantado los edictos de persecución, consideró que él mismo se bastaba para eliminarlos. Así pues, en abril del 311 publicó su Edicto de Tolerancia, mediante el cual se decretaba el reconocimiento público y legal del culto cristiano. Con este edicto, Galerio convirtió a esta perniciosa secta en una asociación registrada. Sus miembros podían de nuevos establecer sus lugares de culto y reunirse en ellos para realizar sus rituales y ceremonias. La única condición que establecía el edicto era la de que los cristianos tenían que incluir entre sus oraciones los deseos de buena salud para el emperador y para el Estado, tanto como para ellos mismos. No era nada difícil de aceptar ni nada distinto que no se pidiera a cualquier otro culto de los muchos que existían en el imperio. Así fue como los seguidores del galileo recuperaron todos sus derechos y pudieron de nuevo ponerse en marcha para erradicar cualquier otro culto existente. ¡Qué vergüenza para el Imperio!.
Poco después de la proclamación de su edicto, Galerio falleció entre terribles dolores. Faltaban apenas unos meses para la celebración de sus vicennales. Durante los años en que ostentó el título de Augusto principal no hizo más que minar los cimientos del Estado. A su ambición, su poco tacto político, la falta de fuerza que esgrimió en los momentos difíciles y, sobre todo, a su perseverancia en elegir a los peormente dotados para los mayores cargos, había que atribuir la desaparición del orden tetrárquico que yo había confiado podía haber seguido siendo una garantía de buen gobierno durante mucho tiempo. No pudo ser, y a mi se me concedió la poco loable oportunidad de ver como sucedía todo.
Tras la muerte de Galerio, los cuatro Augustos restantes se prepararon para los enfrentamientos que nadie iba a poder evitar. Maximino Daya se acercó a Majencio, estableciendo una especie de pacto de ayuda entre ambos. Lo mismo hicieron Licinio y Constantino. El Imperio se dividía en dos frentes, aunque ninguno de los cuatro confiaba totalmente en los pactos establecidos. Al fallecer Galerio, Licinio y Maximino Daya establecieron la frontera de su gobierno en el Bósforo, Oriente quedaba en manos de Maximino, la Tracia pasaba a estar bajo control de Licinio. Las cartas estaban echadas.
El primero en mover ficha fue Constantino. Majencio decidió elevar a la signatura de dios a su padre, Maximiano, olvidando así pasadas afrentas y enemistades. Ello le llevó a acusar directamente a Constantino de asesinato. La destrucción de las estatuas de Constantino que había en Roma fue la última bravuconada. El año 312 Constantino decidió marchar sobre Italia. No fue una marcha fácil. Las ciudades del norte de Italia, bajo el poder de Majencio, ofrecieron dura resistencia al avance de las tropas de Constantino. Verona sólo cayó tras un asedio prolongado. Las tropas de éste, además, temían llegar a Roma y que les sucediera lo mismo que a las de Flavio Severo o las del propio Galerio, que fracasaron en el acoso a las murallas de la ciudad. Las murallas aurelianas habían sido reconstruídas hacía poco tiempo, cuando Maximiano recuperó la púrpura de manos de su hijo. Hasta entonces se habían mostrado inexpugnables. Constantino necesitaba de un estímulo adicional para que sus tropas recobraran fuerza e ímpetu y se dirigieran con la fuerza necesaria a enfrentarse con las de Majencio. Fue así como Constantino, cuyos arúspices no eran capaces de proporcionarle un augur favorable, tuvo la idea de hacer saber a todos que él en persona había entrado en contacto con un dios que le había dado noticia del presagio de su victoria. ¿Y qué dios fue?. Constantino tuvo la desfachatez de hacer ver que el propio dios de los cristianos se le había aparecido en sueños y le había dicho que con el emblema de Christo vencería. La XP griega que simboliza el nombre de Christo, fusionada en una sola letra, el conocido Christmon de los cristianos era el símbolo que le daría la victoria. Lo hizo saber solemnemente a sus tropas, con la seguridad que le caracterizaba en sus proclamaciones. Las tropas, aún con muchas dudas, se aprestaron a obedecer. Hubo un signo sorprendente y favorable, que encorajinó a las tropas de Constantino. Habían llegado noticias de que el oráculo había aconsejado a Majencio que no cruzara las murallas de la ciudad. Las batallas de sus tropas eran dirigidas por hábiles generales a sus órdenes, pero él permanecía protegido en Roma. Pero, de pronto, Majencio decidió salir al frente de sus tropas y plantar cara a las de Constantino.
Probablemente se sentía fuerte y pensaba que las fuerzas de Constantino llegaban muy debilitadas. A tan sólo unas pocas millas de la ciudad se dispusieron a entablar combate ambos ejércitos. La batalla se realizó el 28 de octubre de 312 en torno a la defensa del puente sobre el río Milvio. Y Constantino venció. Así fue, la victoria fue contundente. El mismo Majencio cayó de su caballo y fue a parar al río, donde murió ahogado. Su cuerpo fue recuperado por las tropas vencedoras y Constantino entró en Roma con la cabeza de Majencio sobre una lanza. El pueblo y el Senado de Roma, tan cobardes como siempre lo aclamaron como el libertador. Constantino hizo condenar la memoria de Majencio, cuyo nombre fue borrado de todos los documentos y los monumentos en los que figuraba. Faltaba poco para sus quincennales, cinco tristes años de poder. Los hombres seguían dando su vida por la ambición desmedida.
En el invierno del 312 Constantino regresó a Milán. Allí se reunió con Licinio con el fin de que éste se casara con la hermanastra de Constantino, Constancia, hija de Constancio Cloro y su esposa Teodora. En esta reunión, además, llegaron a una serie de acuerdos favorables a la legalización total del culto cristiano. Constantino, agradecido a su nuevo dios, decidió tomar partido por él. Incluso dispuso la construcción de varios lugares de culto para el uso de los acólitos de esta secta. Esto fue durante los primeros meses del 313 Maximino Daya, al dejar de estar sometido al yugo de Galerio, pareció enloquecer. Reanudó persecuciones parciales contra los galileos, cosa indigna pues, aunque particularmente no me parezca un hecho equivocado, un emperador nunca puede actuar en contra de la ley, y el edicto de Galerio no había sido revocado en ningún lugar del imperio. Empezó a celebrar grandes fiestas, a repartir riquezas sin ton ni son y a gastar muy por encima de sus posibilidades. Pero lo peor de todo, el peor de todos sus males fue actuar contra su madre adoptiva, mi propia hija, la viuda de Galerio, Valeria y también contra mi esposa y madre de Valeria, Prisca. Me llegaron noticias de su intento de casarse con Valeria, a lo que ella se negó. Entonces decidió arrebatarle todos sus bienes, castigar a su servicio en algún caso incluso con la muerte y ¡condenar al destierro a mi propia hija y a su madre!. ¡Fueron desterradas!. Un insulto a mi persona que yo no podía admitir. Quedaron confinadas en un lugar apartado y solitario del desierto de Siria.
A través de notas personales, de enviados especiales, de intermediarios solicité que dejara que me las enviara a ambas, que me haría yo cargo de las dos. No me hizo caso. Supliqué, rogué, incluso llegué en pensar en abandonar mi retiro y hacer valer mi todavía exclusivo título de fundador de la tetrarquía, rememorar mi proclamación como primer Augusto señor, reclamar la atención y la ayuda de mis leales tropas y actuar contra Maximino, ¡y no sólo contra él!, ¡contra todos!. Todos los estúpidos que se hacían llamar emperadores, padres de la patria, y todo lo que hacían era trabajar para su bien y para el mal del Imperio.
He enfermado. Ya apenas puedo seguir escribiendo estas notas. Maximino sigue haciendo oídos sordos a mis súplicas, me ningunea. Pronto el Imperio volverá a padecer guerras, luchas fraticidas. Licinio acecha a Maximino, sin darle la espalda a Constantino, por temor también de su actual socio. Volverán los penosos tiempos de la crisis imperial. ¡Cuánto daño hacen las personas a la historia!. En mi tristeza preveo que mi tiempo se acaba. Mis semillas no han dado frutos. La muerte será la única solución….
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Y los emperadores siguieron peleando entre ellos. Diocleciano falleció en su palacio de Espalato a mediados del 313. Fue enterrado en las proximidades del propio lugar. En el Imperio, la lucha por el poder supremo continuó. Cuando Maximino supo que Licinio se encontraba en Milán, lejos de sus fronteras, acudió con todo su ejército a marchas forzadas a cruzar el Bósforo, frontera pactada en el 311 con el propio Licinio. Maximino se hizo con Bizancio y siguió avanzando. Licinio no se había entretenido. Reunió un importante contingente de tropas y acudió de inmediato al encuentro con Maximino. El combate final se produjo en la misma Tracia, a finales de abril del 313. Las tropas de Licinio arrasaron literalmente a las de Maximino. Este hizo la acción más horrible que puede esperarse de un emperador: ¡huyó abandonando a sus tropas!. Escapó oculto entre sus propios esclavos. Regresó a Nicomedia y de allí se dirigió a Tarso, en la Capadocia. Licinio llegó poco después a Nicomedia y rindió honores al dios de los cristianos. Se decidió a perseguir a Maximino. Este, finalmente, viéndose acorralado y con la amenaza de una horrible tortura y muerte, decidió poner él mismo fin a su vida. Se envenenó muriendo al menos con algo de gloria, de la cual careció en vida. Licinio, tras la muerte de Maximino, hizo ajusticiar a todos los familiares y allegados cercanos al fallecido, mujer, hijos, incluso a Valeria y Prisca, hija y esposa de Diocleciano respectivamente. Todo esto sucedió a finales del 313 y principios del 314.
Las cosas parecieron calmarse a lo largo del año 314. El Imperio quedó dividido de facto entre Constantino y Licinio, occidente para el primero, oriente para el segundo. En el 315 Constantino celebró en Roma sus decennales, es decir, sus 10 años de gobierno. Eran muy evidentes sus ánsias de ocupar el poder supremo. Se hacía llamar Augustus Máximus, el máximo emperador, el primero. Propuso a Licinio recuperar la configuración geográfica de Diocleciano y Maximiano. Ello representaba tener que ceder ambos emperadores parte de su actual territorio. Era una decisión difícil. Constantino, además, incitaba a Licinio para que aceptara la creación de una nueva tetrarquía, y proponía como su propio César a Casiano, esposo de su hermanastra Anastasia. Si Licinio aceptaba, el territorio bajo el poder de Constantino y su familia iba a extenderse, sin necesidad de entablar ninguna batalla para ello. Licinio no estaba conforme con estas propuestas. Se produjeron algunos enfrentamientos entre tropas de ambos emperadores en el 316 en Panonia y Tracia. Pero el tema no pasó de aquí.
El año 317 Constantino, de forma unilateral, nombró a los Césares. Como César de Licinio, nombró a Liciniano, hijo de aquel y la hermanastra del propio Constantino, Constancia. Tenía unos dos años de edad. En occidente, como Césares suyos, nombró a Crispo, un hijo ilegítimo suyo de unos doce años, y Constantino II, hijo recién nacido de su esposa Fausta.
Licinio fue apartándose de forma gradual de sus favores a los cristianos, como contraposición a los designios de Constantino. Hacía el final de su mandato se declaró claramente anticristiano y adorador del dios sol. A finales del año 323 las tropas de Constantino, en aparente lucha con los sármatas y los godos, entraron en el territorio bajo el mando de Licinio. El combate final era inminente. La batalla decisiva tuvo lugar en verano del 324, cerca de Adrianópolis. Se enfrentaron ambos ejércitos y Constantino resultó vencedor. Licinio se refugió en Bizancio, pero allí también vencieron las tropas de Constantino, que ocuparon la ciudad. Finalmente Licinio fue hecho prisionero y Constantino lo mandó ejecutar. ¡Constantino, tras casi 20 años de su inicial proclamación como emperador, se había convertido de nuevo en emperador único en todo el imperio!. Desde el año 283, hacía más de 40 años, cuando Diocleciano tomó el poder supremo, ningún emperador había tenido todo el Imperio en sus manos. Constantino gobernó como emperador único durante 13 años, hasta el día de su muerte, en el 337.
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