domingo, 1 de marzo de 2009

SOBRE NUESTRA CUOTA DE INDIVIDUALIDAD

Vivimos sin atender a lo efímero de la vida en sí y nos atenazamos y obligamos a vivir cada momento con la vista puesta en hoy, mañana o, a lo sumo, pasado mañana.



Probablemente ello sea absolutamente necesario, ya que no podríamos vivir pensando continuamente en que tenemos fecha de caducidad (aunque no la conozcamos). Además, todos aspiramos a un cierto individualismo que nos haga sentir únicos y en parte dé sentido y haga tolerable nuestra existencia. Vivimos en un mundo “social” y formamos parte del engranaje de la sociedad humana de la que, por muy anárquicos que nos consideremos, no podemos evadirnos. Pero no es fácil asumir este concepto de forma individual, ya que de lo contrario el riesgo sería abandonar cualquier atisbo de creatividad y la propia sociedad no podría seguir avanzando.


La humanidad, considerada como una sociedad organizada, desde los inicios de su andadura, cuando los primeros humanos empezaron a vivir en asentamientos y a compartir el día a día con sus congéneres, se mantiene y sustenta en rígidas normas de comportamiento: credos religiosos, que amansan y permiten unirnos a todos en una “masa gobernable”, normas “higiénicas” de comportamiento, como “no matarás” o “no tomarás lo ajeno”, que son imprescindibles para la convivencia en común, o la propia monogamia, que no podemos olvidar que en su origen está evitar enfrentamientos entre los miembros varones en las sociedades primigenias y el asegurar el sustento de las mujeres con niños pequeños. Podríamos seguir y enumerar numerosas pautas muy interiorizadas pero que no podemos perder de vista que fueron aprehendidas en el caminar de la civilización, pero que el ser humano no nació con ellas implantadas en sus genes.

Nuestra especial naturaleza hace que nos aferremos a cualquier posibilidad de individualismo, como una pequeña cuota de libertad y, sobre todo, para sentir una cierta singularidad, sentirnos únicos y no parte de ese gran engranaje antes comentado. Y ello sólo ocurre con el ser humano, ya que en otras especies sociales no se produce esta reacción y todos los componentes de la “sociedad” aceptan un rol totalmente subordinado al interés común, sin salirse ni un ápice de su papel “social” (sólo hay que pensar en las abejas, por ejemplo). Esa cuota de individualismo que todos anhelamos, sólo podemos tomarla en aspectos triviales de nuestra existencia, ya que de lo contrario seríamos apartados del grupo y tildados de “anormales”, en su principal acepción. Un ejemplo: a casi todo el mundo le gusta el fútbol o, si lo referimos a un concepto genérico, los deportes de masas, y hay personas que dicen con cierta dosis de orgullo (¡individualismo!): pues a mi no. ¿Y nos parece importante?. Es un aspecto cláramente trivial, pero que refuerza la singularidad. En cambio, ¿qué le ocurriría al que quisiera romper una norma “higiénica” de comportamiento como “no matarás”, por ejemplo?. Evidentemente lo apartaríamos del grupo: ¡es peligroso para el mantenimiento del grupo!. El grupo se aprovecha de todo ello, ya que en última instancia son personas concretas las que permiten seguir avanzando a la sociedad en su globalidad, rompiendo en ocasiones con dogmas que en su momento tuvieron sentido o un fin protector del grupo, pero que con el avance social van quedando obsoletos (por ejemplo, el cuidado de los ancianos cuando ya no pueden valerse por si mismos: no siempre fue así, ya que antes de convertirnos al sedentarismo, una norma “higiénica” de comportamiento decía exactamente lo contrario).

Y aquí está el problema: queremos ser únicos en aspectos poco importantes y organizamos auténticas batallas campales en defensa de estas pequeñas cuotas de unicidad, batallas que obviamente nos generan una fuerte tensión interior que en ocasiones se destila en comportamientos ariscos, tristeza, desencanto con el entorno y, lo más importante, infelicidad. A mayor necesidad de individualismo, mayor tensión interior y con el entorno. ¡Y necesitamos como sociedad el singularismo para avanzar!. ¿Cómo solucionar esta paradoja?.


Podemos conservar nuestra singularidad (¡recordemos que el fin último de la misma es hacer tolerable una existencia que tiene fecha de caducidad!) y, a la vez, buscar que todo sea más sencillo.

Para ello podríamos tener en cuenta algunas premisas como punto de reflexión:
· Las tensiones sólo existen porque nosotros las creamos. Siempre podemos adoptar la postura “grupal” y dejar de lado la “singular”. Lo que hace necesario que sepamos valorar cuándo la tensión que se generará con una postura “singular” nos dará una satisfacción proporcional en nuestro individualismo.
· Es una absurda pérdida de energía generar tensiones con aspectos extremadamente triviales de nuestra existencia. Esto, que dicho así a cualquiera puede parecerle lógico, ¡lo incumplimos sistemáticamente!.
· Tenemos una natural tendencia a complicar las decisiones (ello refuerza nuestro individualismo), olvidando que la gran mayoría de decisiones que tenemos que tomar cada día son triviales: la decisión más sencilla es la que nos ahorrará más tensiones.
· Subamos un poco más el tono: todo lo que hagamos en nuestra vida estará absolutamente olvidado en un par o tres de generaciones a lo sumo. Sólo unos pocos genios serán capaces de hacer perdurar algún aspecto de su existencia por más tiempo. Es necesario, por tanto, relativizar la trascendencia de los asuntos que nos exigen tomar decisiones y de las decisiones mismas.
· Abordar con calma y objetividad cualquier asunto profesional o personal que nos suceda siempre nos ayudará a encontrar las soluciones más sencillas.
· Tenemos que buscar una cierta “paz interior” a través de asimilar y poner en práctica en cada ocasión que podamos conceptos como la tolerancia (que cada cual asuma las tensiones que considere oportunas), la comprensión (todos tenemos derecho a buscar nuestras cuotas de individualidad), la sencillez (soluciones sencillas = tensiones menores) y cuantas cualidades nos permitan sentirnos suficientemente singulares pero nos generen el mínimo de tensiones con el entorno.

(2002)
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