miércoles, 25 de febrero de 2009

SOBRE EL ORIGEN DE LOS NOMBRES Y APELLIDOS

SOBRE EL ORIGEN DE LOS NOMBRES Y APELLIDOS


Hacía días que me rondaba por la cabeza buscar los orígenes etimológicos de los nombres y apellidos y estas vacaciones he podido por fin dedicarle un poco de tiempo a este asunto. Hay algunos diccionarios interesantes y no muy caros que dan suficiente información al respecto para personas interesadas. Cuando compré el de nombres propios quedé impresionado, pues contiene más de 13.000 nombres, contando todas sus variantes y equivalencias. Bien es cierto que el autor ha incluído incluso nombres de cómics o de personajes de cine (Tarzán, por ejemplo). Obviamente, en este libro están todos los nombres que uno pueda imaginar y por supuesto todos los nuestros.

No ocurre lo mismo con los apellidos, pues aunque el diccionario que he encontrado contiene más de 8.000, no he podido encontrar algunos de los nuestros. Incluso el mío he tenido que buscarlo en un pequeño libro que encontré, escrito nada más y nada menos que en los años 60 y que aborda específicamente los apellidos de origen catalán.


1. APELLIDOS

En primer lugar, decir que la “función” del apellido es la de acompañar al nombre de pila con el fin de evitar confusiones. Con la aparición el cristianismo y el uso extendido de los nombres de santos en los nacimientos, las repeticiones estaban a la orden del día. El uso de apodos y motes fue uno de los recursos más antiguos. Pedro “el manco” se diferenciaba claramente de Pedro “el chato”. Pronto los apellidos se heredaron de generación en generación siendo una muestra de identificación con una rama familiar determinada. Prueba de ello es que en los pueblos todavía se utilizan con normalidad los apodos familiares para designar a la gente. Como muchos sabéis, suelo pasar varios días al año en el pueblo aragonés de mi esposa. Es un pueblo del Bajo Aragón de apenas mil habitantes. Pues bien, todo el mundo tiene un mote que le designa como miembro de una determinada saga familiar. Los “Chilandros”, “Chaticos”, “Gusanos”, “Cuadrados”, “Perenas”, “Petíos”, “Pichones”, “Perreros”, “Redondos”, “Burillos”, “Cazuelas”, “Cachos”, “Bichos”, “Pelicos”, “Santonegras”, etc. se repiten constantemente cuando se habla de alguien. Es frecuente que en la mayoría de casos ya nadie recuerde el origen de esos nombres. Aunque en algunos casos el apodo sea alusivo a algo negativo, como fulana la “Putina”, nadie lo rehúsa, antes al contrario, todos se siente identificados con ese nombre ya que constituye una seña de identidad. Y lo que es aún más curioso, hoy en día todavía se crean nuevos apodos consecuencia de hechos relevantes que puedan haberle ocurrido a alguna persona en concreto. Así pues, la tradición se mantiene bien viva.

La fijación de los apellidos se inicia con la difusión del uso de documentación legal y notarial a partir de la Edad Media. A partir del siglo IX se encuentran documentos en los que los notarios y escribanos medievales empiezan a asociar al nombre de pila de personas relevantes el nombre del padre, como “Antonius filius Petri”, o bien títulos nobiliarios, “Franciscus baronus” o cargos eclesiásticos, “Bernardus monacus”. Poco a poco esta costumbre empieza también a ser utilizada por otras capas sociales en documentos notariales y parroquiales, lo que refuerza el uso de estos distintivos y su fijación como apellidos hereditarios.

El uso del apellido empieza a ser frecuente a partir del siglo XI, a lo que contribuyó el empobrecimiento de la variedad de los nombres de pila. Estos ya entonces obedecían a modas, siendo común la imitación de nombres de personas de las clases dominantes, personajes famosos o santos muy venerados, lo que redujo sustancialmente el número de nombres de bautismo. Ello hizo aún más necesario el uso de apellidos. Hay un estudio muy curioso en el que se demuestra que en los documentos del siglo X se puede encontrar un nombre distinto por cada 1,3 individuos (es decir, en 130 personas se pueden contabilizar 100 nombres de pila diferentes), cifra que se reduce a 1 de cada 3 en el siglo XI y a 1 de cada 6 en el siglo XII. Este fenómeno todavía podía encontrarse en nuestro país a principios del siglo XX. En el año 1900 en Barcelona los datos eran:

El 27% de los hombres se llamaba José.
El 15% Juan
El 12% Antonio
Manuel, Miguel, Luis y Ramón se repartían un 20%
Es decir, 7 nombres para el 75% de los hombres.

Con las mujeres los datos eran:
El 15% Carmen
El 13% Josefa
El 12% Dolores
El 9% Mercedes
El 8% Francisca
O sea, 5 nombres para el 60% de las mujeres.

Como he dicho, lo más habitual al principio fue asociar el nombre de pila al del predecesor. Los apellidos derivados del nombre del padre son con diferencia los más comunes en nuestro país. En Castilla León, Navarra y Aragón se inicia pronto el uso de la terminación –ez, -iz ó –z para esa relación de parentesco, como “Sancho González” ó “Sancho el hijo de Gonzalo”. No se sabe con exactitud el origen de esta terminación. Hay quién la asocia al uso del genitivo latino en –is con valor de posesión o pertenencia, como en “filius Caesaris” ó “el hijo de César”. Pero si fuera así hubiera perdurado también en otras lenguas de origen latino, cuando se trata de algo que sólo existe en España. Podría tratarse de un sufijo de origen prerromano, como parecen apuntar muchos topónimos de época prelatina, como Badajoz ó Jerez , y que todavía exista en vasco la presencia del sufijo –(e)z con valor posesivo, como por ejemplo de “laar” ó zarza, “laares” ó “que tiene zarzas”. En conclusión, podría ser que este sufijo tan frecuente en España sea un fósil lingüístico cedido a la lengua castellano-leonesa antigua a través del navarro (muchas palabras castellanas son préstamos del vascuence adquiridos a través de la relación medieval con el Reino de Navarra). Encontramos ya apellidos terminados en –ez en Navarra en los siglos VIII y IX, como el rey Navarro García Iñiguez que sucedió a su padre Iñigo en el año 851. Seguro que, además, el uso de este sufijo se vió reforzado en la época de dominación visigoda por el genitivo germánico latinizado en –rizi ó –riz que se ponía a continuación del nombre para indicar el origen paterno, como Roderizi, Sigerici, etc. En los siglos XI y XII el uso de este sufijo se halla ya plenamente consolidado en Castilla León en apellidos tan comunes como Martínez, López o Pérez. Debido a la especial fonética, en Catalunya este sufijo varió a –is ó –es, como Llopis (López), Peris (Pérez) ó Gomis (Gómez), y en Portugal en –es, como Peres, Rodrigues, etc.

El uso de partículas patronímicas con significado “hijo de” es muy habitual también en otras lenguas. A modo de ejemplos:
–son en inglés (Jonson, Thomson, Jackson).
–s final británica (Peters, Adams)
–sen en escandinavo (Andersen)
O- gaélico (O’Donell).
Mac- escocés (MacArthur, MacDonald).
Fitz- también escocés (Fitzgerald, Fitzpatrick), partícula derivada del “fils” ó “hijo” francés que introdujeron los normandos en el siglo XI.
–ov –ova ruso (Valerianov, Petrova).
–ski polaco (Kawalski, Kandinsky).
–vic serbio (Milosevic, Petrovic).
De- francés (Dejean, Deluc)
–ini italiano (Martini, Antonioni).
Y muchos más: El Ben- hebreo y árabe, el –moto japonés, el –poulos griego, el –ena vasco, etc.

En otro casos, la relación patronímica se realiza con el uso directo del nombre del padre, como es el caso de los apellidos Juan, Pedro, etc., o mediante el uso de la partícula “De”: De Juan, De Pedro.

Finalmente, también fueron habituales los usos como apellidos de lugares de residencia u origen, topónimos, oficios, cargos, apodos, etc.

Entre los siglos XIII y XV el uso del apellido se extiende ya por todos los estratos sociales. Cualquier persona que tuviera una mínima propiedad o fuera arrendataria de unas tierras tenía interés en que constara claramente su filiación en los documentos legales. Pero en estos siglos la elección del apellido aún era algo libre. Se podía elegir entre los apellidos o nombres de los ascendientes los que más gustaran, o bien los nombres que fueran más bonitos, respetables, etc. Fue en esos siglos en los que los apellidos aumentaron en variedad. Hay que tener en cuenta, además, que un mismo apellido en origen sufría frecuentes variaciones como consecuencia del gusto de los descendientes, del acento de cada localidad o del criterio ortográfico de los notarios o escribanos.

Hay que esperar al siglo XV para la consolidación bastante definitiva de los apellidos existentes, consecuencia de la iniciativa del Cardenal Cisneros de hacer constar obligatoriamente en los libros parroquiales los nacimientos y las defunciones. Aún así, en las zonas más rurales y entre la gente más humilde, hay apellidos que no quedan fijados hasta el siglo XIX, cuando se instaura en España el Registro Civil y se reglamenta el uso y el carácter hereditario del apellido paterno y empieza a quedar fijada la grafía de los apellidos (salvo errores de los funcionarios que siguieron produciendo modificaciones bien entrado el siglo XX).

De forma resumida, los apellidos pueden haber tenido los siguientes orígenes.
1. Prerromano, por ejemplo Velasco, Iñigo, Pacheco o el muy conocido García. Aunque la nobleza rápidamente adoptó nombres romanos tras la ocupación, la gente llana mantuvo algunos nombres de origen anterior, como son los mencionados.
2. Romano, la mayoría.
3. Judeo-cristianos, de origen bíblico hebreo o griego.
4. Judíos propiamente dichos. Son muy pocos, ya que los judíos ya tenían nombres hispánicos cuando se produjo su expulsión, a consecuencia de los muchos siglos de permanencia en la península. Los que se pudieron quedar en España, tuvieron que cambiar sus apellidos para no ser identificados como judíos.
5. Germánicos. Ojo: un apellido con origen etimológico germánico no significa que su portador tenga antepasados germánicos. Hay que tener en cuenta que en la alta edad media, la influencia germánica inducía a la gente a poner sus apellidos a sus hijos.
6. Arabes. Muy frecuentes sobre todo en Baleares y País Valenciano, donde la población musulmana permaneció hasta los inicios del siglo XVII. La mayoría son topónimos, nombres de lugares, por lo tener un apellido de éstos no significa orígenes musulmanes ni árabes. Por ejemplo, Alcalá o Almunia.
7. Gitanos. Dada la fuerte endogamia de los gitanos, hay apellidos no propiamente de origen gitano muy frecuentes entre ellos, como son Heredia, Maya o Cortés. En cambio, sí existen nombres genuinamente gitanos: Bandojé, Majoré, por ejemplo, procedentes del caló, aunque no constan como apellidos.
8. De otros países. Sobre todo franceses (Duval, Gaite), italianos (Ruso, Manzano, Picasso) y portugueses (Chaves, Abreu).

Los apellidos pueden clasificarse por otros orígenes, aparte del lingüístico. Por orden de frecuencia pueden ser:
1. Procedentes del nombre del padre. Todos los que son como un nombre de pila (mi segundo apellido, por ejemplo: Juan) y todos los que tienen el sufijo "-ez" que, como probablemente sabéis, significa "hijo de": López, Rodriguez, Sánchez, Martínez, etc.

2. Los que proceden de topónimos o nombres de lugar de procedencia o residencia: país, ciudad, aldea, propiedad, edificio, accidente geográfico. Hay muchísimos. Podrían subclasificarse a su vez en:
2.1. Procedentes de gentilicios, nombres de países, regiones, ciudades o pueblos: España, Catalán, Gallego, Sevilla, Aranjuez, Toledo...
2.2. Procedentes de nombres comunes de núcleos de población: Barrio, Barrionuevo, Vila...
2.3. Procedentes de nombres propios o comunes de ríos u otros accidentes geográficos: Segura, Río, Barranco, Ribera, Fuentes...
2.4. Procedentes de nombres comunes referentes al relieve y composición del terreno: Sierra, Valle, Cueva, Peña, Roca...
2.5. Procedentes de la vegetación: Encina, Perales, Manzano, Higueras...

3. Los que proceden de oficios, cargos o títulos eclesiásticos o de nobleza.
3.1. Cargos eclesiásticos: Abad, Capellán, Fraile, Monje
3.2. Títulos nobiliarios: Rey, Conde, Duque, Marqués.
3.3. Cargos públicos o militares: Alférez, Alguacil, Escribano, Jurado.
3.4. Oficios diversos artesanales o de comercio: Herrero, Molinero, Sastre.
3.5. Oficios derivados de la agricultura, ganadería y pesca: Labrador, Vaquero, Pescador.
3.6. Otros oficios: Caminero, Criado, Pedrero.

4. Procedentes de apodos. Es el procedimiento más antiguo para distinguir a los individuos.
4.1. De características físicas. Bajo, Rubio, Calvo, Cano, Izquierdo.
4.2. De características morales. Alegre, Bueno, Salado.
4.3. Referentes a animales. Borrejo, Conejo, Novillo, Vaca.
4.4. Referentes a plantas. Cebolla, Oliva, Trigo.
4.5. Referentes a lazos de parentesco, edad, estado civil, etc. Casado, Joven, Mellizo, Nieto, Viejo.
4.6. Otros apodos. Botella, Tocino, Porras, Cadenas.

5. Procedentes de consagraciones a Dios, bendiciones, augurios para el recién nacido, hechos relativos al nacimiento.
5.1. De carácter afectivo o elogioso respecto a Dios. Gallardo, Bueno, Bello, Alegre, Gracia, Aparicio.
5.2. Referentes a circunstancias del nacimiento. Bastardo, Expósito, Temprano.
5.3. Referentes al mes de nacimiento. Enero o Gener/Giner, Abril.

6. De origen incierto o desconocido. No se conoce, por ejemplo, la etimología de topónimos origen de algunos apellidos, como por ejemplo Toledo o Aragón.


2. NOMBRES

En cuanto a los nombres poco podemos decir del periodo prerromano. Cabe suponer el uso de nombres comunes de topónimos, procedencias, naturaleza o apodos. Hace más de 2200 años llegaron los romanos a la península y trajeron con ellos sus nombres. Estos pronto fueron adoptados por los naturales de la península. Los Publios, Licinios, Valerios, Cornelios, etc. se extienden rápidamente y podemos encontrarlos en las fuentes de la época. En las mujeres los romanos utilizaban nombres asociados a la naturaleza, nombres de pájaros, flores, plantas o piedras preciosas, como Cándida, Margarita, Rosa, Leticia, Felicia, etc. Emperador tras emperador, sus nombres son repetidos en la provincia de Hispania: Augustus, Tiberius, Druso, César, etc. Obviamente, entre las clases más humildes siguen utilizándose como nombres de pila los apodos, como el Cojo, el Negro, el Corto, etc.

A partir del siglo IV empiezan a generalizarse los nombres de bautismo de origen cristiano. Las persecuciones emprendidas por diferentes emperadores, entre las que destaca la que tuvo lugar en tiempos de Diocleciano a principios del siglo IV, generan una gran cantidad de santos, cuyos nombres se utilizan entre los cristianos con profusión, aunque en convivencia con los nombres romanos.

La presencia de los visigodos en nuestro país entre los siglos V y VIII también dejó como herencia la presencia de nombres de origen germánico en la península. Son nombres que se latinizan y quedan como Teodoricus, Grimaldus, Ermengildus, etc. Con la aparición de los francos, llegan nombres de ese origen: Francus, Galindus, Oliba, Heinricus.

A partir del siglo IX eran multitud los Juanes, Pedros, Antonios, Josés, etc., lo que como hemos visto antes obligó a empezar a utilizar otro nombre asociado el nombre de bautismo. En el siglo XVI, el Concilio de Trento (1545-1563) hizo obligatorio el uso de los nombres de santos de la iglesia entre los católicos, obligatoriedad que ha durado hasta el siglo XX en España.


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