domingo, 16 de enero de 2011

ORIENTE Y OCCIDENTE

Oriente y Occidente

En mis reflexiones sobre el conflicto entre Occidente y los radicales islámicos (ver entrada del 5 de febrero de 2009), iniciaba el conflicto entre ambas visiones del mundo en los orígenes de la religión musulmana, en el siglo VII dC. Pues bien, hoy leía en el periódico una reseña sobre el libro Mundos en guerra, 2.500 años de conflictos entre Oriente y Occidente de Anthony Pagden que remontaba el antagonismo entre ambas concepciones del mundo a la época de las guerras médicas, en el siglo V aC. ¡Diablos, tiene razón! No había pensado en ello, pero tiene razón.

Desde los tiempos de Dario I y de su hijo Jerjes existe el conflicto entre dos formas de entender el mundo, la relación de los mortales con los dioses y las consecuencias que tiene ello en la organización de la vida de cada uno de nosotros. Hasta hace apenas un par de siglos, los hijos del sol naciente no estaban más allá de los confines de la India. La presencia de China y de los países geográficamente más allá de ese inmenso país, no tiene lugar para Occidente hasta el siglo XVIII. Antes de ese siglo no existía el concepto de extremo Oriente en el imaginario occidental. Así que el concepto de Oriente, geográficamente hablando, para Occidente no ha ido más allá de las fronteras limítrofes de la ancestral Mesopotamia. Y no es hasta la conquista de Lidia por parte de Ciro, antecesor de Dario I, en el siglo VI aC que ese Oriente cercano toma contacto con Occidente, representado en ese momento por Grecia y poco más.

Ahí empieza todo. Hace 2.500 años podemos encontrar ya las bases del antagonismo actual. Un Oriente bien preparado para la guerra, agresivo y eficaz en el combate, unido en la contienda y, a la vez, leal y sumiso al poder real, creyente en el poder absoluto del mando supremo, no sólo como hombre común, sino como emanación de un dios absolutamente real y tangible. La palabra del señor-dios por encima de todo. Y un Occidente que, a pesar de los dioses y de la creencia en su influencia en el destino de los mortales, ensalzaba la libertad por encima de la propia vida y se sometía a las leyes ordenadas por los propios mortales.

Desde los Aqueménidas primero, imperio creado por Ciro II en el siglo VI aC y que acabó con la conquista de Alejandro Magno en el IV aC, y los Sasánidas después, hasta la conquista musulmana en el VII dC, Oriente ha estado en lucha con Occidente. Alejandro Magno, el Imperio Romano, las Cruzadas, Napoleón y los imperios coloniales por parte de Occidente y la expansión árabe por Oriente Medio emprendida por los descendientes de Mahoma, la llegada a Europa por Anatolia y por la península Ibérica y el auge del Imperio Otomano con su influencia global por todo Oriente y buena parte de Occidente, la confrontación ha sido permanente.

Con los años, en Occidente se ha asentado la idea de que las personas anhelan la libertad por encima de todo y que una cosa son los comportamientos debidos al dios del cielo y otra muy distinta el gobierno de los mortales en la tierra, y en Oriente, que hay un dios por encima de todo, un dios que nos ama y, a la vez, nos exige obediencia a sus designios. Un mundo individual, liberal, laico y democrático frente a otro colectivo, religioso y de obediencia debida.

No, el conflicto no se originó con el nacimiento del islam y su predisposición expansionista y proselitista, sino casi un milenio antes, con un Occidente representado por la Grecia clásica de Pericles y un Oriente enorme geográficamente y todopoderoso en su esplendor bajo el gobierno de Jerjes I. De aquellos polvos vienen estos lodos. 2.500 años de confrontación ininterrumpida.

Lo que en Occidente tenemos que entender es que no hay un punto de vista vencedor, que ambos son posibles y que, además, pueden ser complementarios. Nuestra intención de exportar nuestros valores e ideales más allá de los contornos de nuestra civilización es una quimera, del mismo modo que en nuestro caso no hay vuelta atrás respecto a la secularización de la sociedad. Vivimos tiempos convulsos y turbulentos y puede parecer que todo es posible al revés, pero no es así.

Si en los años 60 nos hubieran dicho que iniciado el siglo XXI la religión estaría tan presente en los conflictos del mundo y, sobre todo, que sería un problema con tanta influencia en nuestra propia sociedad, no nos lo hubiéramos creído. Como tampoco hubiera sido creíble para las sociedades islámicas en esos mismos años, sometidas a las consecuencias del colonialismo occidental y a las presiones de la confrontación ideológica de la guerra fría, que a estas alturas estarían tan presentes en la historia y se las tendría tan en cuenta, para bien o para mal.
2.500 años de antagonismo no deben conducirnos al fatalismo y a la creencia de que los males actuales no tienen solución. Sólo son 2.500 años y, aunque parezcan muchos, no son nada en términos de historia humana. Seguramente tardaremos años en llegar a un pacto o acuerdo intercultural y nuestra generación no acabará de ver el final de este túnel, pero no debemos perder la esperanza en una paz mundial, en una especie de acuerdo universal basado en el respeto de los ideales de cada uno y centrado más en lo que nos une que en aquello que nos separa. No estamos ni en la mitad de este recorrido y aún nos queda mucho terrorismo islámico que soportar por un lado y grandes y crecientes dosis de superioridad, racismo y xenofobia por el otro, pero tarde o temprano llegarán líderes capaces de hacer que todo esto cambie en positivo.

La esperanza es lo último que se debe perder.
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