domingo, 4 de diciembre de 2011

LAS GRANDES AUSENCIAS


El libro de las ausencias es un pozo sin fondo en el que caben con holgura todos aquellos que se fueron sin dejar huella, los que pasaron sin más y simplemente ya no están. Después están los otros, los que el tiempo nunca será capaz de borrar porque fueron escritos con tinta indeleble. Para estos no hay pozos ni simas, porque su presencia se convierte en fuente inagotable de recuerdos. Son aquellos cuya ausencia se nota e incluso duele, aquellos que no caben en el abismo del olvido.




Somos cómplices de nuestras ausencias. Por cada una de ellas se regala un sueño y una pizca de nosotros se hace más pequeña. Afortunadamente, para las ausencias de gran calado somos capaces de construir nidos gigantes donde caben y se acurrucan, donde trinan y se hacen notar, donde les salen alas y son capaces de sobrevolar sobre nosotros cuando necesitamos sentir su presencia. Son ausencias que se hacen notar como un trueno en el ancho valle de la memoria.

 Complicidad, esa es la palabra. Somos cómplices de las grandes ausencias. Nos cubrimos de vanidad y presunción por la confianza que depositan ellas en nosotros. Nos encogemos en nosotros mismos cuando nos asaltan las sensaciones de momentos pasados juntos. Y entonces se escapa una brizna de tristeza. Una sana tristeza, de esas que te aprietan sólo un poquito en la boca del estómago, sin hacer daño. Una tristeza sana que invita a la melancolía y la nostalgia. La melancolía por ese aire indefinido, por esa vaguedad en su contexto, por ser un no se qué que nos define un poco más pequeños de lo que ya somos. La nostalgia por su intención de llevarnos a eso que fecundó en nuestra memoria, por ahogarnos un poco en la añoranza, esa señora también inconcreta e indefinible. Esa tristeza teñida de los colores de la melancolía y la nostalgia, con una pizca de intención y ganas, estimula la sana complicidad que sentimos justo en el límite del abismo de las grandes ausencias.

Creo firmemente que la vida es más bien poca cosa. Es eso, vida, y poco más. Hacemos grandes esfuerzos por darle trascendencia. ¡Qué baldía tarea! La vida es vida y no debería preocuparnos tanto buscar sus por qués: simplemente está ahí, siempre está ahí. Es tanta su capacidad de aparecer y permanecer que uno llega a pensar si no hay un fin último en la propia materia que hace que ésta tienda hacia la vida, como esas fórmulas matemáticas que tienden a infinito. Así que sin mayores trascendencias, la vida hay que vivirla, sin mayores condicionantes más allá de vivirla en paz con uno mismo y, lo más importante, con la firme intención de regalarla a los demás. Este es el secreto, éste es el gran propósito que sólo las personas más clarividentes descubren: la vida hay que regalarla. ¡Qué enorme, qué gigantesco ejemplo: regalar la vida! ¡Dios, qué grande descubrir que la vida es un regalo que sólo cabe regalar! Sembrar vida, una siembra que se traduce en dichas, ilusión, ejemplo. ¡Qué bueno debe ser saber que se ha regalado aprecio! ¡Qué sabio pensar que uno recibe tanto de una cosa como la que es capaz de regalar! Regalar tanto a los demás que no pueda llenarse nunca el baúl de las dichas que aún queden por recibir.



 De los muchos regalos que se pueden recibir, uno enorme es la visión del mundo como si siempre fuera una primera vez. ¡Diablos, es verdad, una verdad inconmensurable! Nada permanece más allá del instante que nuestros sentidos son capaces de retenerlo. Un breve abrir y cerrar de ojos y ya no está, ¡ha cambiado! Las cosas sólo se viven por primera vez una sóla vez, pero podemos descubrir que lejos de quemar primeras veces, no hay nada que no merezca ser visto como si fuera la primera vez. ¡El mundo que nos rodea siempre llama a nuestra puerta por primera vez! Y así es como disfruto de la primera mañana de otoño, ¡cómo si fuera la primera de mi corta vida! Mi primer desayuno, mi primera llegada a la oficina, la primera vez que hablo con un colega, con un amigo de toda la vida, la primera mirada a las flores de la tienda de la esquina, la primera vez que visito mi ciudad preferida, siempre, todo es la primera vez. ¡Qué gran regalo es esta visión del mundo! ¡Qué aliciente para despertarse cada mañana y saborear el gran regalo de la vida! Y eso es lo que ocurre con las ausencias oceánicas: su recuerdo siempre nos lleva a una primera vez. Las primeras veces en la memoria de las ausencias de horizonte ancho se repiten con la cadencia de las olas, de la lluvia, de la brisa.


Con las grandes ausencias las cuentas afortunadamente no quedan nunca saldadas. Siempre nos debemos algo con ellas. Y es en esa deuda, en ese insoslayable compromiso de intercambio, donde percibimos que nunca estaremos lejos de nuestras grandes ausencias. Son deudas que aseguran la cercanía. Las deudas de amistad hay que atarlas bien corto y acomodarlas en la almohada de las nubes de la luna insomne y seductora. Hay que contar con ello.

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