sábado, 14 de febrero de 2009

UN LARGO AMOR

Un largo amor


Un largo amor es una travesía oceánica
con muchos puertos.
Un largo amor está plagado de bahías
costas y ensenadas.
El amor breve, en cambio,
apenas permite un corto paseo
a pocas millas de distancia.
¿Cómo apreciar el efecto del viento,
las mareas, las noches estrelladas,
las estaciones, el vuelo de las gaviotas,
las tormentas y los amaneceres?.


Un largo amor no permite engaños
ni fraudes sostenidos
ni alardes permanentes.
El amor breve se consume en fantasías,
consciente de su brevedad,
se reconoce acabado antes de estarlo
y se inunda de prisas y ansiedad,
fugaz y efímero, sin historia ni destino.
El amor breve es una sequía
que se anuncia detrás de desbordamientos
e inundaciones,
una previsión inquebrantable
de batallas por ganar,
de derrotas seguras.
El largo amor, al contrario,
es una tregua cálida y suave,
una solemne declaración de paz.
Un largo amor, como el nuestro,
además, es un enorme álbum de recuerdos.

Cuando te conocí, tenías dedos largos
y muy delgados, como ahora,
y una interminable cabellera rubia,
que se ofrecía como un enorme trigal.


Tus ojos y tu boca eran anchos,
como un universo de promesas,
y sonreías con desparpajo.
Te recuerdo con una camisa fina,
de larga carretera de botones,
sin atajos ni saltos ni sorpresas,
como estaciones de tren a las que ir llegando,
y unos vaqueros sin marca
colmados de atisbos y señuelos.
Éramos jóvenes, muy jóvenes,
apenas una quincena de años
y apenas un indicio de vida.
No recuerdo haber pensado mucho en el futuro,
tú estabas ahí y eso era todo.
Sí recuerdo que escribí un largo poema,
tan largo que te lo iba entregando por capítulos.
Hablaba del paso del tiempo,
de la vida, la muerte y la tristeza.
No sé, nunca lo entendí.
Tampoco ahora lo entiendo
pero fue mi forma de decirte
que ya no había futuro para mi sin ti.
Fue una noche, en un vetusto baile de pueblo,
(si no fue allí, me quedo con ello)
donde nos besamos por primera vez.
Sentí como si de pronto naciera el Amazonas
con su anchura y su caudal,
y fuera abriéndose camino por bosques tupidos,
cavando cañones, saltando precipicios.
Yo creo que ambos supimos ya entonces
que el baile iba a ser largo.
Llevamos más de treinta años bailando.


Por aquel entonces yo llevaba el pelo largo,
con rizos que le daban un aire desordenado.
Lo del bigote fue algo más tarde.
Escuchaba música rock que tú no entendías
(ni falta que hacía)
y tenía veinte centímetros de menos
para ser alto
y diez de más para ser demasiado bajo.
Hablaba mucho de cosas trascendentes
y decía eso de que la luz de las estrellas
tarda miles de años en llegarnos
y muchas las vemos pero ya no existen.

Aquel año inicial
pasó en un sí, no, no, sí
y un día, sin saber cómo ni por qué,
estábamos sentados en el rompeolas de Barcelona.


Nos gustaba ir al rompeolas.
Tú no eras de mar y yo aún no lo amaba,
pero ya tenía algo profético que nos atraía.
Allí juntos sólo había presente, tú y yo,
un par de coca colas y tus manos.
Nunca calculamos años, metas,
deseos por cumplir, horizontes lejanos.
Sólo estábamos juntos en un tic-tac permanente.


Luego tuvimos un dos caballos de hojalata
que fue nuestro primer hogar
y que era capaz de alcanzar los 90 km. por hora.
Ah, cuantas horas de estudio y lectura,
cuanto tiempo de guardia
en el garaje de mi padre,
cuantos libros leídos, cuántas cosas.
Éramos jóvenes, muy jóvenes,
pero estábamos juntos y eso era todo.
Tú me regalabas tu amor,
yo flores y poemas.
Comíamos en casa de tus padres los domingos
y tenías que estar temprano en casa.

Un día, de pronto, acabé la carrera,
me prometieron un título
y el estado me envió a Canarias
a prestar el servicio militar.
Nunca entendí lo de prestar,
ya que nadie me ha devuelto ese tiempo,
ni lo de servicio, ya que no fui útil a nadie,
ni lo de militar, si alguien lo interpreta
como cosas de guerra y fusiles.
Pero estuve un año en Tenerife,
de enero a diciembre, de Reyes a Navidad.


Después de tantos años juntos, fue como un cisma,
yo te escribía poemas y el tiempo se hacía abismo.
Regresé ahogado de distancia
y convertí mi ahogo en un error.
Por fortuna los augurios eran muy fuertes
y un día salío el sol y lo ví claro:
sin tus manos, las mías estaban vacías,
sin tus ojos, no había horizontes,
sin tus besos, no había quimeras,
sin ti era imposible.


Con mi licenciatura de Farmacia en la mano
me estrené de taxista, así son las cosas
y así avanza la vida por nosotros.
El taxi trajo un sueldo y el sueldo ilusiones.
Tras diez años de un poema capitular,
nos dijimos sí, un frío día de abril.
Me recuerdo de pié en el altar,
las manos juntas por no buscarte,
y tú entrando, blanca y pálida,
tus ojos clavados en mí,
y en esas flores que faltaron.


La iglesia estaba en la calle Pujades,
pero no fue un pronóstico,
veintidós años después
ha habido más pendientes suaves,
que altas escaladas.
Qué poco sabíamos del mundo.
Nos fuimos de viaje a recorrer Europa,
con un anciano Renault que supo portarse bien.
Conocimos Roma, Pompeya, Venecia, Pisa y París.
Y tras tres semanas y 6.000 kilómetros,
estrenamos una casa que ahora es hogar,
con un par de maletas grises,
un ajuar escaso y cinco mil pesetas en el banco.


El taxi daba para anécdotas y poco más,
pero un día la fortuna quiso viajar conmigo
y me paró en la calle Pedro IV esquina con Maresma.
Y del que hace un chico como tú en un sitio como éste,
pasé a estrenar traje, corbata y futuro.


Algo había escrito en algún sitio
cuando fue una editorial la que me sacó del taxi.
Podría haber sido una gestoría,
un supermercado, una panadería
o una correduría de seguros.
Pero fue una editorial, médica para más señas.
Y en esto que ocurrió un hecho insólito:
la luna se hizo llena y dejó de dar vueltas,
colgada permanentemente en nuestro cielo.
Como vimos que iba para largo,
le pusimos nombre y Mónica se llama.


Y cuándo aún estábamos cautivados por ello,
ocurrió lo mismo con el sol.
No hay que buscar explicación, fue así.
Y al sol le llamamos Daniel.


Con la constelación completa una cosa llevó a la otra,
y el embalse se cubrió de pañales primero,
de idas al pediatra y tareas escolares después
y de fiestas de cumpleaños, noches en vela,
lloros y risas, muchas risas y alegrías.
Pero el tiempo es muy sagaz
y sabe avanzar cauteloso, sin hacer ruido.
Así que un día habían pasado dieciocho años,
como dieciocho rosas, de luna llena
y sol radiante ocupándolo todo.
Y mi pelo era ya blanco,
y si antes fuimos jóvenes, ya no lo éramos.

Es curioso como se pasa del aún soy joven
a la orilla de la cincuentena en un parpadeo.
Con tanto quehacer y mucho no hacer,
el poso de múltiples heridas banales
era una montaña inexpugnable.
Un día te encontré mirándome
como el que mira a un extraño.
Tuve la tentación de darme la vuelta,
por si había entrado un desconocido,
pero era yo.
Y al caer en el espacio que había entre ambos,
allí, sentados en el sofá, tranquilamente leyendo,
descubrí que se había abierto un cráter
de dimensiones inconmensurables.
¡Qué desconcierto!
Un océano inabarcable.
Pero decidiste coger el timón
para navegarlo juntos, de la mano.
Y aquí estamos: casi medio centenarios,
en este largo amor,
varando en nuevos puertos,
recorriendo millas a fuerza de entusiasmo.


¿Qué nos queda?
Una memoria de olas y mareas
y un horizonte que alcanzar
y al que por fortuna nunca llegaremos,
lleno de augurios, sueños y proezas.
Más de tres décadas es mucho tiempo.
O no. Depende. Da gusto tenerte aquí,
sentada con tus crucigramas,
mientras busco en internet
reproducciones de códices mayas.



Y el silencio ahora es abrigo
que nos cobija y da calor.
¿Cómo describir la maravilla que nos une?
Un largo amor que ahora tomamos a sorbitos,
con delicadeza, en unas tacitas
de preciosa porcelana China.


Ah, Marisol, qué feliz renacimiento.



Josep Crusellas
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