lunes, 23 de febrero de 2009

SOBRE EL AZAR

El azar, los extremos imprevistos e inesperados, la catástrofe nos resultan sucesos ajenos a nuestra existencia. Cosas que temer, pero que no van a ocurrir en este entorno previsible que es el nuestro. No hay otro. Así, organizamos nuestras vidas alrededor de alternativas posibles y comprensibles, sujetas a estadísticas tranquilizadoras que nos mantienen adormecidos en una realidad de márgenes cómodos y conocidos. Incluso los extremos de estas tranquilizantes curvas de Gauss serían tolerables. La catástrofe siempre queda más allá, oculta a nuestros más pesimistas pensamientos. Los hechos pueden tomar un camino hacia un lado o hacia el contrario, hacia el crecimiento o la extinción, hacia el goce o el dolor, con todos los matices que puede haber entre ambos polos convertidos en grados de una circunferencia. Entre esos extremos y sus puntos intermedios queremos amarrar nuestras vidas. Nuestro pensamiento racional se mantiene cálido y confortable en esa linealidad de posibilidades. Pero, ¿qué hay de lo que queda más allá? Más aún, ¿somos capaces de pensar que hay hechos posibles más allá de los extremos? ¿O que los extremos pueden ser más extraños, sorprendentes, imprevistos y enormes? Avanzamos por el centro de un cilindro cuyas paredes son los márgenes de nuestro mundo intelectual. Un cilindro que a veces puede verse zarandeado como si de un caleidoscopio se tratara, pero en cualquier caso, todo lo posible se mantendría en su interior. Pero el universo es infinito y cualquier límite que queramos construir para blindar nuestras expectativas siempre, siempre puede ser superado.



Aún más. Los avances tecnológicos aplicados a nuestra organización vital, desde los más sencillos (la llave sólo abrirá nuestra puerta, sólo la nuestra) hasta los más complejos (podemos circular a más de 100 km por hora con nuestro coche, sin pensarlo, no hay problema), y su funcionamiento demostrado miles, millones de veces nos hacen obviar los fallos, las imperfecciones, las posibilidades del desastre. Entramos en cualquier edificio sin percibir las toneladas de cemento y hormigón que tenemos sobre nuestras cabezas, sin cuestionarnos qué arquitecto, qué cálculos y medidas se hicieron o qué destreza tenían los operarios que levantaron esa mole. O nos tomamos una lata de refresco sin gastar una neurona pensando en los controles de calidad que evitarán que no se haya colado en ese lote una sustancia mortal o esté presente en el fondo de ese envase, precisamente en ése, un cristal de aristas peligrosas. Sólo máquinas que nos llevan a los extremos del cilindro, a medios o entornos que por sí mismos nos resultan extraños, por ejemplo los aviones, siguen manteniendo una aureola de riesgo que nos hace conectar con esas posibilidades catastróficas más allá de los límites. Y no es tanto la máquina como el medio: el tren, por ejemplo, es un medio que nos mantiene atados al suelo, recorriendo una camino fijo y previsible, por lo que suele ser percibido como una herramienta cómoda para desplazarnos… siempre que no se trate del Eurostar y sintamos sobre nuestras cabezas las toneladas de agua del Canal de la Mancha.

Si nos dejaran solos por la noche en medio de un frondoso bosque experimentaríamos esa sensación de riesgo incontrolado. Cualquier ruido no identificado, el movimiento de las ramas de los árboles o incluso el silencio asfixiante harían que nuestros sentidos estuvieran alerta esperando no sabemos qué tipo de catástrofe, llevándonos al extremo. Imaginemos ahora un mundo que nos mantuviera permanentemente en ese estado, como debió pasarles a nuestros antepasados lejanos. Nuestros sentidos se han ido adormilando con los siglos y ahora no son más que sombras de lo que fueron. En realidad hemos construido un armazón falso a nuestro alrededor, como si de una burbuja salvadora se tratara, incapaz de ser penetrada por aquello que haya fuera de ella, sea lo que sea. Pero debemos mantener siempre despierta nuestra intuición, ya que lo que sea existe y está ahí, agazapado, esperando el momento propicio, es decir cualquier momento, para aparecer de golpe y dejarnos exhaustos y desamparados… siempre que no hayamos entrenado ese especial olfato que puede mantenernos a flote aún en ese caso.


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