miércoles, 4 de febrero de 2009

SOBRE EL ORIGEN DE LA VIDA

SOBRE EL ORIGEN DE LA VIDA
(Enero 2003)

* Pero, ¿qué es la vida?

Lo primero que hay que considerar al hablar del origen de la vida, es a qué nos referimos cuando hablamos de “vida”. Instintivamente todos podemos reconocer lo vivo de lo no vivo, al menos cuando se trata de macroorganismos. Pero si nos vamos a los extremos, las cosas no son tan fáciles. Cabe preguntarse ¿qué es la vida?. Un ser vivo puede definirse desde muchos puntos de vista. Podemos realizar una definición fisiológica, centrándonos en las funciones que son capaces de realizar los seres vivos, es decir, alimentarse, excretar, respirar, moverse, reproducirse, etc. Una definición metabólica se basaría en el intercambio de materiales que lleva a cabo un organismo vivo con su entorno (el metabolismo). Una definición bioquímica nos hablaría de enzimas y ácidos nucleicos, y otra termodinámica diría que un ser vivo es un sistema abierto que intercambia energía y materiales con su ambiente.

Eligiendo una de las múltiples definiciones, podemos decir que un ser vivo es una entidad individual, de dimensiones muy variables pero concretas, que utiliza la química del carbono para efectuar una serie de funciones agrupadas, en general, bajo las tres denominaciones siguientes:
- Autoconservación.
- Autoreproducción.
- Autoregulación.

La Autoconservación es la capacidad que tienen los seres vivos de evitar la tendencia que todos los sistemas tienen al desorden, es decir, la capacidad de conservar su entropía, lo que hacen a expensas del medio ambiente a través de la respiración y la nutrición y, como última fuente de energía, la energía solar. Cuando un organismo vivo, a causa de la acumulación de desperdicios en su medio interno y a la desincronización de las reacciones metabólicas, no es ya capaz de almacenar la energía ambiental necesaria para su conservación, muere.

La Autoreproducción es la facultad de utilizar la energía para sintetizar los elementos constituyentes de su propio organismo. Esta función no se detiene aquí: un ser vivo llega a ser capaz de duplicarse a sí mismo y sintetizar otro individuo enteramente nuevo semejante a él, gracias a la réplica del ADN y a la división celular.

La Autoregulación es la posibilidad que tienen los seres vivos de reemplazar cualquier elemento celular depauperado y adaptarse lo mejor posible a su entorno a fin de mantener su constantemente amenazada individualidad. Una modificación en el medio que atente contra la integridad del organismo, desencadena un cambio de comportamiento tendente a restablecer el equilibrio, lo que hace posible la adaptación al medio cambiante.

Estas tres funciones ilustran la complejidad que oculta cualquier organismo vivo, por diminuto y simple que sea. ¿Cómo, a partir de simples átomos, pudo llegarse a esta extrema complejidad?.


* La vida, ¿un proceso irrepetible?

Es importante tener en mente una referencia temporal. Nos dicen los físicos que el famoso big-bang que dio lugar al universo que hoy conocemos, se produjo hace entre 13 y 15.000 millones de años. Hay que dar otro salto importante para llegar a la formación de la Tierra. Nuestro planeta existe como tal desde hace unos 4.500 millones de años. Por cierto, que a los que piensen que la vida en la Tierra durará eternamente o a todos aquellos que nunca se lo han planteado, hay que decirles que tenemos fecha de caducidad. Nuestro apreciado sol, como todas las estrellas, tiene una existencia limitada y cuando nos falte él (en realidad mucho antes), nuestro planeta volverá a ser biológicamente estéril. Estamos aproximadamente a la mitad del camino.

¿Es la vida un fenómeno único en el Universo, un hecho que se produjo en un lugar privilegiado, a través de una serie de circunstancias tan especiales que no se ha dado en ningún otro lugar o bien es un hecho banal, común en cientos, miles o millones de lugares distintos?. En realidad no hay término medio. O bien hemos de pensar en algo irrepetible, en cuyo caso es imprescindible contemplar la intervención divina, o si se trata de un proceso difícil, pero posible, si tenemos en cuenta las magnitudes del Universo ha tenido que producirse necesariamente en multitud de lugares distintos. Y ello no sería una consecuencia posible, sino totalmente cierta y verosímil. En el primer caso sería vano encontrar ningún tipo de explicación científica. En el segundo, la vida es un hecho habitual, banal, presente en incontables mundos y debe seguir una cierta lógica. En las próximas líneas seguiremos la estela de esta última explicación.

Si consideramos la vida un hecho “posible” (y lo es, ya que la vida es una realidad) y científicamente explicable, lo primero que hay que tener en cuenta es que en nuestro planeta se desarrolló a través de un antepasado común. Un ancestro único que se deduce de las múltiples similitudes existentes entre todos los seres vivos conocidos sin excepción:

- Mismos monómeros componentes de los elementos básicos que componen la vida: las proteínas y los ácidos nucleicos.
- Mismo sistema de replicación, a través del ADN y del ARN.
- Procesos metabólicos muy similares en todas las células: qué moléculas hacen qué cosas, cómo y dónde se producen las proteínas, cómo se almacena y se libera la energía, etc.

Ahora bien, este primer ancestro común no tuvo porque ser necesariamente el primer ser vivo de la Tierra, es más, probablemente no lo fue. La vida pudo haber surgido varias veces y extinguirse antes de la última y definitiva. Durante sus primeros quinientos millones de años de existencia la Tierra sufrió un impresionante bombardeo de meteoritos, cometas y asteroides. Un impacto de un objeto de “sólo” 60 Km. de diámetro liberaría suficiente energía como para hacer hervir todos los océanos del planeta y esterilizar cualquier atisbo de vida. ¡Y esto sucedió en varias ocasiones!. Se cree que sólo 10 Km. de diámetro fueron suficientes para la extinción de los dinosaurios (en realidad, tras el impacto de hace 65 millones de años no sólo se extinguieron los dinosaurios, sino ¡todo animal terrestre de un peso superior a los 25 kg.!).

Hasta hace algo más de 3500 millones de años no se redujo el número de impactos a un nivel similar al actual. Sólo entonces fue posible el desarrollo de la vida sin más interrupciones. Ello conduce al primero de los dilemas que la vida ofrece a los científicos: su desarrollo fue increíblemente rápido: ¡hay rastros de vida de hace 3800 millones de años!.

¿Cómo fue posible ese desarrollo?. ¿Cómo se produjo el paso de la materia inorgánica, inerte, a esa complejidad enorme que significa la vida?. En el fondo la vida se resume en Metabolismo y Reproducción (ó replicación). Todo lo que envuelve a la vida y le da su significado, la autonomía, la nutrición, la complejidad, la organización, el crecimiento, el contenido en información, la permanencia, el cambio, la muerte, etc., todo puede ubicarse en el ámbito de ambos conceptos. En realidad la vida es un acuerdo mutuamente beneficioso entre las proteínas (el metabolismo) y el ADN (la reproducción). El ADN y sus genes precisan a las proteínas para “hacer cosas”, alejarse del peligro, protegerse, buscar materias primas, crear biomasa para ganar competitividad, etc. Y las proteínas necesitan a los genes para su replicación y permanencia.


* ¿Cómo pudo suceder?

¿Cómo pudo empezar todo?. Antes de que hubiera vida los procesos geofísicos y químicos dejaron sus huellas en las rocas. Después, los procesos evolutivos, biológicos, son observables en los fósiles y en las propias especies vivas. Pero, ¿cómo fue la transición entre la actividad meramente química inerte y el metabolismo biológico organizado?. No existe ninguna evidencia directa, no hay ningún rastro observable de ese instante. Y probablemente nunca lo encontremos, lo que obliga a la comunidad científica a trabajar con hipótesis.

La puerta a la investigación científica sobre este tema la abrió Darwin, que con sus escritos y teorías rompió los moldes que habían impedido toda discusión al respecto. Sólo después de Darwin los científicos fueron capaces de abordar el origen y el desarrollo de la vida desde un ámbito ajeno a los conceptos míticos y religiosos. Hasta ese momento las cosas eran como eran y siempre habían sido así. Todas las especies presentes en la Tierra y las extinguidas, todas, absolutamente todas habían sido creadas en el mismo instante por un ente sobrenatural en el origen de los orígenes. Y no había más discusión. Hubo que esperar hasta finales del siglo XIX y principios del XX a que aparecieran las primeras explicaciones atrevidas que contradecían los dogmas religiosos. Y fue uno de los primeros científicos postulantes el que ofreció una explicación al tema que nos atañe que aún hoy en día sigue siendo la más plausible y clara. A pesar de que modernas teorías ofrecen distintas soluciones, la que dio el ruso Alexander Oparin en un pequeño libro publicado en 1927 y posteriormente ampliado por el mismo autor, es de una lógica fácil de asimilar. En realidad se trata de decidir el orden de los acontecimientos: ¿qué fue primero, los enzimas (es decir, las proteínas, el metabolismo), los genes (el sistema de replicación) o el marco físico celular donde se contienen todos los procesos del organismo?. Oparin expuso una teoría que señalaba el inicio en el marco físico, en el que posteriormente se instauraron los enzimas y en el que finalmente se hicieron un lugar los genes. En los últimos decenios otros autores han expuesto teorías que anteponen los genes a los enzimas y al marco celular, por este orden, (el llamado “mundo de ARN”) e incluso otros que inician sus explicaciones con los enzimas a los que siguieron el marco y finalmente los genes. Por su sencillez y tratándose de un breve espacio en el que hacer una pequeña aproximación, en este artículo se describen someramente sólo las ideas de Oparin.

Todos los seres vivos están compuestos de Carbono, Hidrógeno, Oxígeno, Nitrógeno y pequeñas trazas de otros elementos. ¿Por qué éstos y no otros?. La explicación es sencilla: se trata de cuatro de los cinco elementos más abundantes en el Universo (el quinto es el Helio, pero éste no cuenta ya que se trata de un gas inerte no reactivo, incapaz de formar enlaces). La vida, al menos la conocida, en realidad se sustenta en la química del Carbono, las posibilidades de este elemento para combinarse con los otros átomos presentes en la vida lo convierten en el eje central de toda la historia.


* Un proceso de millones de años.

Y ahora hay que situarse a casi 4000 millones de años de distancia en el tiempo, en un planeta todavía cargado de erupciones volcánicas, violentos terremotos, extraordinarias tormentas eléctricas, asediado por las radiaciones ultravioletas (aún no se había desarrollado la capa protectora de ozono, que fue un producto de la propia vida). Fue ese a nuestros ojos violento e inhóspito lugar el que proporcionó el medio ideal para el inicio de todo el proceso. Es importante también considerar que nuestro planeta goza de la presencia de agua líquida desde hace más de 4000 millones de años. Sin ella no hubiera sido posible el desarrollo de la vida (al menos la vida que conocemos). Entre las primeras moléculas elementales presentes en la Tierra, básicamente el agua (H2O), el metano (CH4), el dióxido de carbono (CO2) y el amoníaco (NH3), se produjeron las incipientes reacciones en cadena que dieron lugar a los primeros monómeros, moléculas básicas que combinaban los cuatro elementos antes mencionados. En realidad este proceso no es tan complicado e incluso ha podido ser reproducido a nivel de laboratorio de forma bastante aproximada. Los científicos han sido capaces de crear ese ambiente reactivo y hostil descrito y “producir” moléculas básicas como son los aminoácidos. Pero, ¿cómo pudieron formarse los polímeros, es decir, el siguiente paso, la unión de las sencillas moléculas básicas para producir moléculas mucho más complejas?.

Los polímeros tenían muchos “enemigos”:

- La propia agua, el medio fundamental, el disolvente universal, donde las proteínas y los ácidos nucleicos tienden a descomponerse.
- Las radiaciones ultravioleta, que no permiten la estabilidad de las moléculas complejas.
- El oxígeno presente en el ambiente, que se une con el carbono secuestrándolo e impidiendo de ese modo su participación en otras moléculas (proceso que constituye la oxidación).

Las moléculas encontraron soluciones para hacer frente a estos “enemigos”. La primera protección fue buscar refugio a los rayos ultravioleta. Y ese refugio lo encontraron en el medio líquido, en la llamada sopa primordial, a unos 10 metros de la superficie, donde podían aprovechar el calor del sol para las reacciones químicas y evitar el daño de los rayos ultravioleta.

La otra solución protectora, la más importante, la que Oparin situó en primer lugar en el orden de los procesos biológicos, se obtuvo cuando se formaron los primeros fosfolípidos, moléculas con un extremo hidrófilo y otro hidrófobo. Estas moléculas se formaron cuando el metano presente en la Tierra, bajo la influencia de los potentes rayos ultravioleta, dio lugar a la aparición de grandes formaciones de hidrocarburos condensados que se oxidaron y se solubilizaron en el agua, formando las cadenas de fosfolípidos. Estas moléculas tienen la peculiaridad de formar pequeñas esferas estables en presencia de agua, uniendo entre sí las partes hidrófobas y ofreciendo al medio líquido exterior las hidrófilas. Estas microesferas o coacervados fueron una invención fundamental porque facilitaron a las moléculas básicas un lugar privilegiado, protegido, aislado del medio, para el desarrollo de la vida.

Las microesferas de fosfolípidos podían subdividirse, chocaban unas con otras, explotaban y volcaban al medio su contenido: moléculas elaboradas que habían sido posibles gracias a su protección, que se habían formado de forma aislada al medio que las rodeaba. Bolsas lipídicas, protegidas de los rayos ultravioleta, flotando a cierta profundidad en los océanos primordiales, con contínuos aportes e intercambios de material orgánico: ese fue el principio. De alguna forma (es muy difícil asegurar hechos que ocurrieron hace casi 4000 millones de años) estas microesferas llegaron a constituir entidades autónomas, con una membrana protectora que con el paso del tiempo consiguió hacerse selectiva al paso de las moléculas del medio. ¡Se convirtieron en un sistema separado, independiente, capaz de establecer una frontera entre él y los demás!.

Apliquemos por un momento las teorías de la evolución del propio Darwin a ese proceso inicial: esferas cargadas de material orgánico compitiendo por su estabilidad y permanencia. Aquellas que contuvieran las reacciones internas a un nivel que no llegara a la autodestrucción permanecerían. Las otras desaparecerían. Las que consiguieran a través de lo que inicialmente pudieron ser pequeños defectos de forma, que sus membranas evitaran el paso de moléculas o enzimas perjudiciales para su estabilidad o, al contrario, permitieran el paso selectivo de moléculas necesarias para su equilibrio interno también tendrían más probabilidades de permanecer en el medio. Estas esferas más estables fueron siendo cada vez más numerosas y en ellas se formaron por primera vez muchos de los enzimas que aún hoy catalizan procesos biológicos fundamentales para la vida.

Algunas teorías apuntan a que el sistema de replicación (ARN, ADN) pudo también formarse de la misma forma. Otras en cambio prefieren apuntar a que las moléculas replicantes se formaron en el propio medio, de forma autónoma, a base de combinaciones y recombinaciones de la materia orgánica presente en el caldo prebiótico. Hay que tener en cuenta que sólo tuvo que formarse una molécula capaz de replicarse... El resto fue un incesante e interminable proceso de replicación y mejora. Hasta que una molécula replicante “infectó” una microesfera capaz de contener procesos metabólicos. Una “infección” que resultó beneficiosa para ambos y que se convirtió con el tiempo en simbiosis y finalmente en una asociación definitiva. La bolita de enzimas proporcionó a la molécula replicante protección frente a un medio ávido de moléculas complejas y, además, una fuente de material para la replicación. La molécula replicante ofreció a la microesfera metabólica algo de extraordinario valor: la capacidad de perpetuarse en el tiempo más allá de la permanencia de ella misma.


* Casualidad, azar, aleatoriedad.

De este sencillo modo nos explica Oparin todo el proceso. Pero esta aparente sencillez se desmonta si la dejamos exclusivamente en manos del azar: monómeros que se forman al azar, reacciones que tienen lugar casualmente, combinaciones que se producen siguiendo pautas aleatorias, cualquier cosa sería posible. Si nos atuviéramos sólo al azar, la casualidad, sería prácticamente imposible que coincidieran todas y cada una de las reacciones necesarias para producir las moléculas precisas, los sistemas reactivos necesarios que conforman la complejidad interior de la más simple de las células. Sería como pretender que al lanzar al suelo el contenido de un sobre de sopa de letras se formaran “por azar” unos versos de Machado. Hay que concluir que no estuvo todo sometido al azar. En química existe una lógica que hace que las combinaciones y asociaciones no sean casuales. Pongamos un ejemplo: ¿cuánto tardaría un chimpancé en escribir El Quijote golpeando al azar las teclas de un ordenador, si sólo cada vez que acertara con una letra del texto pudiera pasar a buscar la siguiente?. En todos y cada uno de los pasos se partiría de cero y las probabilidades de acierto y error en cada avance serían las mismas. La química no funciona así. Para entenderlo podemos pensar en otro ejemplo: ¿cómo adivinaríamos nosotros una frase en un texto?. No actuaríamos como el chimpancé probando con todas las letras del alfabeto en cada paso, sino que tras descubrir que la primera letra es una “E”, probaríamos con una “L”, ya que es probable que la frase se inicie con el artículo “EL”, o si tuviéramos el artículo “GA” propondríamos no sólo una letra, sino directamente las sílabas “TO” o “LLO” para formar las palabras “GATO” o “GALLO”. La química también funciona así: hay una tendencia natural de los elementos y las moléculas a combinarse de una forma concreta y no de otra, en determinadas circunstancias, en un proceso continuo de principio a fin.

Podemos aún ir un poco más allá. Casualidad, probabilidad, azar, aleatoriedad: palabras que necesariamente tienen que estar en nuestra mente cuando pensamos en los inicios de la formación de la vida en la Tierra. Pero ¿qué significa “seguir una pauta aleatoria”?. ¿Quiere decir que puede suceder cualquier cosa?. Detengámonos un momento en este punto. Una pauta aleatoria es aquella que no puede reducirse a una fórmula o algoritmo. Por ejemplo, la secuencia siguiente: 1313131313131313 puede describirse fácilmente con el siguiente algoritmo o “receta”: “repítase 8 veces 13”. En cambio, la secuencia 15241507392 se nos muestra más compleja y tiene, por tanto, un algoritmo más complejo: “multiplíquese el número 123456 por sí mismo y al resultado súmesele el mismo número de partida, es decir: (123456x123456)+123456”. Así pues, a mayor complejidad buscada en la secuencia, más complejo será el correspondiente algoritmo. Si lo que buscamos es una secuencia o código con la mayor de las dificultades, es decir, con el más alto contenido posible de información, debemos recurrir a las secuencias aleatorias, o sea, a aquellas no resumibles en una “receta”. El genoma es la secuencia que define la creación de un ser vivo y la que contiene el paquete de información necesario para ello. ¿Es aleatoria la secuencia que define el código genético de un ser vivo?. Si no lo es, al menos lo parece. Aunque siempre debemos dejar la puerta entreabierta a que pueda existir un algoritmo, una receta detrás de la secuencia del genoma. Un código dentro del código genético cuya receta sería: “hágase un ser vivo”.

Aceptando que el ser vivo está plagado de secuencias aleatorias, no lo está de cualquiera de ellas. Sólo forman parte del genoma, por ejemplo, aquellas secuencias aleatorias capaces de codificar información biológicamente relevante. Es decir, un genoma es a la vez aleatorio y altamente específico, propiedades que en sí mismas parecen contradictorias. ¿Cómo puede una mezcla de azar y ley cooperar para dar lugar a una estructura aleatoria específica?. ¿Podría la “aleatoriedad específica” ser el producto de algún proceso determinista consecuencia de leyes similares a las de la física y la química?. No conocemos ninguna ley en la naturaleza capaz de conseguirlo, lo que no quiere decir que no exista. Pero aún podemos encontrar cierta explicación bebiendo de nuevo en las fuentes de Darwin: el azar, en forma de mutaciones aleatorias, y la ley bajo el paraguas de la selección forman la combinación óptima de aleatoriedad y orden necesarios para crear el “objeto imposible”: el ser vivo.


* Las primeras células.

Tras todo este largo y complejo proceso (pero posible, no lo olvidemos) aparecieron los primeros seres vivos: las células procariotas. Las células procariotas son pequeñas bolsitas con filamentos de ADN, membranas lipídicas con poros formados por proteínas y un citoplasma interior sin orgánulos específicos pero repleto de todas las moléculas esenciales para la vida: enzimas, ARN y ADN. Tuvieron un éxito abrumador, ya que ocuparon todos y cada uno de los hábitats posibles del planeta y permanecieron como únicos representantes de la vida ¡durante 2500 millones de años!. Hace 1400 millones de años aparecieron las células eucariotas, dotadas ya de un núcleo en el que se refugia el ADN y de múltiples orgánulos, cada uno de ellos con misiones específicas (síntesis del material proteico, almacenamiento y producción de energía, evacuación de residuos, etc.). ¡Y hace sólo 600 millones de años que aparecieron los primeros metazoos, o animales formados por un gran número de células diferenciadas!. Un largo proceso de variación en el que las múltiples posibilidades de avance hacia una u otra dirección hacen que si procediéramos al rebobinaje de la película de la vida, con toda seguridad el resultado final no sería el que todos conocemos: la vida seguiría siendo vida, pero bajo formas distintas a las actuales. Es por ello por lo que no cabe esperar que en algún lugar del Universo existan formas de vida iguales a las de la Tierra. Similares quizás, pero iguales prácticamente imposible. La vida sería también posible si nuestros ancestros iniciales hubieran seleccionado aminoácidos distintos para la formación de las proteínas biológicas y no cabe pensar que el único sistema replicador posible sea el que está presente en nuestras células. Hay tantas posibilidades distintas que hay que imaginar un Universo plagado de vida bajo infinitas formas y sistemas imposibles de adivinar.


* ¿Es la vida un fin programado?

Algunos autores, aún dando crédito al proceso descrito por Oparin o a procesos similares presentes en nuevas teorías, apuntan a la posibilidad de que la vida quizás no haya “empezado” nunca. ¿Podríamos pensar que la vida estuviera presente en el Universo desde el principio del mismo, viajando de un lugar a otro en sus formas más simples y elementales, ella misma o sus componentes fundamentales, junto a meteoritos, cometas, etc.?. ¿Pudo la vida desarrollarse de alguna forma similar a la descrita en algún lugar inimaginable del Universo al principio del principio, inmediatamente después del big-bang?. No tuvo más que suceder en un lugar y, a partir de él, distribuirse por todo el Universo. Se han encontrado rastros de aminoácidos y proteínas en fragmentos de meteoritos caídos sobre la Tierra. No es aún suficiente prueba para sostener esta teoría, llamada de la Panspermia, pero sí para hacernos reflexionar al respecto.

Y, por último, como última reflexión, si la vida es un hecho posible y, por tanto, común en el Universo, tan común como lo es en nuestro planeta (¡hay vida por todas partes!), ¿podrían existir unas aún desconocidas leyes o normas que empujen a la materia inorgánica hacia la vida?. ¿Es la vida un estado alternativo de la materia?. O más aún, ¿hay propiedades inherentes a los átomos y las moléculas que los dirigen hacia la vida?. El hecho es que la vida, cuando surge como es el caso de nuestro planeta, tiene una irrefrenable tendencia a formarse, extenderse y permanecer en cualquier medio. ¿Es el fin último del Universo ordenar la materia en forma de vida para dar lugar a seres capaces de pensar en ello?. Tengo la impresión de que en los próximos decenios las investigaciones respecto a todo ésto darán mucho que hablar.


BIBLIOGRAFÍA

· Paul Davies. “El quinto milagro” (Edición del año 2000). Editorial Crítica. Barcelona.
· Juli G. Peretó. “Orígenes de la evolución biológica”. (Edición del año 1994). EUDEMA. Madrid.
· Joël de Rosnay. “La aventura del ser vivo”. (Edición del año 1998). Editorial Gedisa. Barcelona.
· Erwin Schrödinger. “¿Qué es la vida?”. (Edición del año 1997). Tusquets Editores. Barcelona.
· Ian Stewart. “El segundo secreto de la vida”. (Edición del año 1999). Editorial Crítica. Barcelona.
· Carl Sagan. “Los dragones del Edén”. (Edición del año 1993). Editorial Crítica. Barcelona.
· Claus Emmeche. “Vida simulada en el ordenador”. (Edición del año 1998). Editorial Gedisa. Barcelona.
· A. I. Oparin. “El origen de la vida”. (Edición del año 2000). Ediciones Akal. Madrid.
· Freeman J. Dyson. “Los orígenes de la vida”. (Edición del año 1999). Cambridge University Press. Madrid.
· J. W. Schopf. “La cuna de la vida”. (Edición del año 2000). Editorial Crítica. Barcelona.
· Stephen Jay Gould. “El libro de la vida”. (Edición del año 1999). Editorial Crítica. Barcelona.
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martes, 3 de febrero de 2009

TEORÍA Y JUEGO DEL DUENDE. (F.GARCÍA LORCA)


Teoría y juego del duende

Conferencia dada por Federico García Lorca
1930

Señoras y señores:

Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta 1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.

Con ganas de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación.

No. Yo no quisiera que entrase en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.

De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.

El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalete, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: "Esto tiene mucho duende". Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: "Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende".

En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: "Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo"; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: "¡Ole! ¡Eso tiene duende!", y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: "Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende". Y no hay verdad más grande.

Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: "Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica".
Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: "El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies". Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.

Este "poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica" es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.

Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía.

No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.

Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.

El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y previene como San Gabriel.

El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.

Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.

La verdadera lucha es con el duende.

Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: "Verdaderamente tú eres Dios escondido", al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.

Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún; o que desnuda a Mosén Cinto Verdaguer con el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la madrugada del boulevard.

Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.

Una vez, la "cantaora" andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.

Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: "¿Cómo no trabajas?"; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: "¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?"

Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: "¡Viva París!", como diciendo: "Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa".

Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.
La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos "¡Alá, Alá!", "¡Dios, Dios!", tan cerca del "¡Olé!" de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de "¡Viva Dios!", profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina, evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.

Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.

Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:

La sangre de mis entrañas
cubriendo el caballo está.
Las patas de tu caballo
echan fuego de alquitrán...
al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama:
Amigos, que yo me muero;
amigos, yo estoy muy malo.
Tres pañuelos tengo dentro
y este que meto son cuatro...

hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.
La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso, no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española:

-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me miras, di?
-Ojos con que te miraba
a la sombra se los di
-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me besas, di?
-Labios con que te besaba
a la sierra se los di.
-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me abrazas, di?
-Brazos con que te abrazaba
de gusanos los cubrí.

Ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción:

Dentro del vergel
moriré
dentro del rosal
matar me han.
Yo me iba, mi madre,
las rosas a coger,
hallara la muerte
dentro del vergel.
Yo me iba, madre,
las rosas a cortar,
hallara la muerte
dentro del rosal.
Dentro del vergel
moriré,
dentro del rosal
matar me han.

Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In Recort tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.

Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del xv y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.

Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!

En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.

Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.
La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.

Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria ni por darle una bofetada al Nuncio de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del Amor libertado del Tiempo.
Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.

Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.

En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adore y se sacrifica a un Dios.

Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda.

El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.

Pero imposible repetirse nunca, esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.

En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.

El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego.

Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.

El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.

Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.

España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.

El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.

El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.

Cuando llueve saca a Velázquez enduendado, en secreto, detrás de sus grises monárquicos; cuando nieva hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el frío no mata; cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete y le hace inventar un nuevo espacio para la escultura.

La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando

El ciervo vulnerado
por el otero asoma.

La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte. La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo barrido y sierra seca.

Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.

Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres, materia última y fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y vocablo.

Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes, las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la Vía láctea.

Señoras y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a la musa, al ángel y al duende.

La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos de vaca que miran en Pompeya a la narizota de cuatro caras con que su gran amigo Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Mesina, túnica de Lippi y violín de Massolino o de Rousseau.

El duende... ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas.
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