Suelo decir con frecuencia que soy un convencido de la inexistencia del tiempo. Más que no existir, a lo que me refiero es que no es lo que nosotros creemos que es. El tiempo es una dimensión más de lo que los físicos llaman el “espacio-tiempo” y no goza de las condiciones fijas y dogmáticas que nosotros le damos. Los segundos, minutos, horas y días son un invento humano, lo mismo que los conceptos de pasado, presente y futuro. Nuestra evolución biológica se ha sustentado sobre estos conceptos, probablemente insustituibles para el desarrollo de nuestro pensamiento. Pensar necesita condiciones, y el concepto de un tiempo rígido y constante, que avanza inexorable, monótono y previsible hacia el mañana, seguramente ha sido imprescindible para ser como somos. Pero no tenemos por qué creer que esto sea así más allá de nuestro propio enfoque como especie.
Que el tiempo avanza de una forma poco constante es fácil de explicar y entender. Todos tenemos más o menos conocimiento de los conceptos de relatividad temporal que expusieron los físicos hace ya casi un siglo, con el genial Einstein a la cabeza (si queréis amplia información sobre ello, os remito a la entrada en el blog del 17 de febrero de 2009). Pero más que ello, la irregularidad del transcurso del tiempo es algo que podemos “vivir” en nuestra propia existencia, cuando percibimos que la duración de los hechos que nos ocurren en ocasiones parece no tener relación con lo que mecánicamente marcan las manecillas del reloj. La duración de un minuto de angustia respecto a la de un minuto de gozo se nos aparecen muy diferentes.
Otra cosa es intentar explicar la flexibilidad de los conceptos de pasado, presente y futuro. Aquí nuestro cerebro se enroca y construye un muro defensivo de rechazo racional que es complejo de atravesar. Esta semana improvisé una explicación con la que me sentí cómodo y que voy a intentar desarrollar.
Hace unos meses leí en un artículo que cada uno de los instantes de nuestra vida constituyen una realidad en sí mismos, pero que lo que probablemente no sea real es el orden cronológico con el que los ordenamos en nuestro cerebro. Es como si dejáramos caer un objeto desde una altura hasta al suelo y mientras cae le hiciéramos múltiples fotos hasta el choque final. Con las fotos extendidas sobre la mesa, para nosotros no sería complejo explicar lo sucedido y podríamos ordenarlas poniendo en primer lugar la foto en la que el objeto empieza a separarse de nuestra mano y en último lugar el momento en que el objeto choca con el suelo. Es más, no tendríamos ninguna duda de que los hechos (los instantes) han ocurrido así. Y esto es lo que yo discuto. Creo que lo que realmente podemos afirmar es que cada uno de los instantes reflejados ha tenido existencia en sí mismo, en una magnitud que escapa a lo “atrapado” dentro del marco de la foto y que guarda relación con lo que ha rodeado a cada instante a nivel universal. Cada foto-instante es una realidad que concierne al universo entero y no a un fragmento del mismo. Pero el “orden” inexorable que nosotros ponemos a cada instante es una construcción nuestra, de nuestro cerebro y nuestra forma de pensar, por lo que estoy convencido de que podríamos barajar todas las fotografías sobre la mesa y no acertar en ningún caso en cómo ha transcurrido la sucesión de los instantes reflejados por las mismas. Veamos si soy capaz de explicarlo con imágenes:
1.
2.
3.
Para romper las barreras de nuestra razón sobre estas idea, hay que focalizar nuestro pensamiento en que:
1. El tiempo no es una magnitud rígida y está asociado al espacio.
2. El espacio-tiempo no se explica desde las líneas rectas sino desde las curvas. El espacio, el Universo, se pliega sobre sí mismo tridimensionalmente, por lo que aquello que nuestro sentido de la vista nos dice que está aquí o allí desde la cercanía humana, no tiene sentido desde el concepto de Universo.
Si nos abrimos a los dos puntos anteriores, tenemos que aceptar que los instantes que rigen nuestro pasado, presente y futuro podrían tener una libertad de existencia más allá del sometimiento a las manecillas de nuestro reloj.
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