Elogio y refutación de la fama
Ensayo
Introducción
¿En qué momento del pasado remoto se introdujo en nosotros el sentido de trascendencia? El ansia de trascender es algo que todos llevamos dentro y que nos empuja inevitablemente hacia la contradicción: deseamos formar parte de la sociedad que nos envuelve, disolvernos en ella para transcurrir por la vida lo más cómodamente posible y, a la vez, sentimos íntimamente el deseo de ser únicos, reconocidos y recordados.
De esa trascendencia nace el secreto placer de destacar. En otras especies también hay individuos que destacan, que dominan al resto, que se establecen líderes por su tamaño, su agresividad, su astucia, su experiencia. Pero ninguno de ellos tiene la más mínima intención de perdurar en la memoria de sus congéneres ni un segundo más allá de lo que dure su vida. No ocurre lo mismo con nosotros. Deseamos destacar no sólo por lo que ello representa para nuestra existencia, sino para lo que pueda representar para la existencia de aquellos que nos sobrevivan.
La fama es una forma eficaz de destacar. Nos dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española que “fama” es la “opinión que las gentes tienen de alguien”. Y de eso se trata, de opinión. La fama necesita que los demás perciban algo de alguien y tomen conciencia de ello. Aún más, es necesario que “los demás” formen un grupo compacto, capaz de canalizar esa percepción de forma clara y rotunda. La fama siempre es un obsequio. Esta necesidad forma parte de la etimología: fama proviene de la misma palabra latina con significado de “rumor, voz u opinión pública”.
El sentido de trascendencia se transforma en una necesidad del presente que nos hace aspirar a un protagonismo, fama al fin y al cabo, que nos haga sentir únicos y en parte dé sentido y haga tolerable nuestra existencia. Vivimos en sociedad y formamos parte de un engranaje del que no podemos evadirnos. Nuestra especial naturaleza hace que nos aferremos a cualquier posibilidad de destacar de la multitud, como una pequeña porción de libertad y, sobre todo, para sentir una cierta singularidad, sentirnos únicos y no parte insignificante de ese gran engranaje que he comentado antes. Esto sólo ocurre con el ser humano, ya que en otras especies sociales no se produce esta reacción y todos los componentes de la “sociedad” aceptan un rol totalmente subordinado al interés común, sin salirse de su papel “social” (sólo hay que pensar en las abejas, por ejemplo). Esa pizca de protagonismo que todos deseamos, sólo podemos conseguirla con cierta facilidad en aspectos insignificantes de nuestra existencia. Un empleado puede ser el primero que llegue al despacho cada mañana en un alarde de cualidad madrugadora, siendo esta característica propia un aspecto de su vida claramente trivial, pero que refuerza su singularidad. Y aquí está parte del problema: sólo podemos ser únicos en aspectos poco importantes y organizamos auténticas batallas campales en defensa de estos pequeños rasgos de singularidad. Si, además, queremos salir en busca de una fama mayor, las batallas se convierten en enfrentamientos de primer orden que nos generan una fuerte tensión interior y en ocasiones acaban en comportamientos ariscos, tristeza, desencanto con el entorno y, lo más importante, infelicidad. A mayor necesidad de protagonismo y fama, mayor tensión interior y con el entorno. Como decía Miguel de Unamuno, “el cielo de la fama no es muy grande y cuantos más entren en él a menos tocan cada uno”.
El siglo pasado dio alas a nuevas versiones de la fama. Aunque en la historia hay cantidad de pruebas de esa búsqueda de la trascendencia a través de la fama, desde las tumbas y los jeroglíficos egipcios hasta los poetas latinos, la fama siempre estuvo ligada al poder. Sólo los poderosos podían destacar, como los machos dominantes de otras especies de mamíferos. El poder y todo su entorno se valían de la fuerza y la experiencia para gozar de trascendencia. Fueron los años del Renacimiento los que cambiaron este esquema. La fama dejó de estar asociada al poder para ser accesible por cualquiera que tuviera algo con lo que destacar. Los renacentistas se valieron del arte y el intelecto para ello.
Aunque fue el arte renacentista quién nos ha transferido la imagen de la fama como una doncella de rasgos agradables, no fue así como se concibió en su origen. Fue el poeta romano Virgilio (Publio Virgilio Maro, 70-19 aC) quien creó la imagen conocida de la fama como una mujer con alas tocando una larga trompeta. Para Virgilio, la fama era portadora de males, un ser deforme y monstruoso, nocturno, con numerosas plumas. Tenía un ojo detrás de cada pluma y una boca por cada ojo con las que propagar chismes y rumores sin ningún tipo de criterio. Un ser divino, hija de la madre Tierra, que tiene la imagen de veloz mensajera y por ello hereda las alas de Mercurio, conocido en aquel tiempo como el mensajero de Júpiter.
No sólo las personas pueden ser famosas. Animales, dioses, objetos, obras de arte, elementos de la naturaleza, ciudades, acontecimientos históricos, etc. gozan del favor de la fama. En este ensayo no me referiré a ellos sino que me centraré en la fama de las personas.
Elogio de la fama
La fama conseguida con sacrificio y esfuerzo es la que trasciende y la que ocupa páginas y más páginas en los diccionarios. La del pintor que con sus trazos y colores ha sabido cautivar a mucha gente; la del científico que tras años de investigaciones y duro estudio ha llegado con sus innovaciones a avances para la humanidad; la del músico que ha elevado sus notas a los oídos de muchos. Aunque podríamos pensar que se trata de una fama en retroceso, contaminada y casi ahogada por los miles de famosos que simplemente han tropezado con ella, sigue siendo la que nos empuja hacia adelante como seres humanos.
La fama genera un estímulo en los que la desean y la buscan. Por conseguirla, grandes personas, a través de sus méritos, hacen avanzar a la humanidad. La fama es un objetivo deseado que motiva a hacer cosas que valen la pena. La ciencia, el arte, el deporte, la cultura avanzan a golpe de personas capaces de salir del anonimato por sus acciones. La fama, además, alimenta nuestra autoestima y cuando lo hace a través del uso de nuestro intelecto, en la búsqueda de retos meritorios, se plasma del modo que nos corresponde como seres humanos.
También sería elogiable su percepción como premio. Sin la fama los grandes esfuerzos, los logros conseguidos a costa de sacrificio medido en investigación, creación, innovación, ideas o esfuerzo físico, podrían quedar diluidos. La fama es un justo reconocimiento por un logro excepcional. Sin la fama, sin la consolidación de las figuras personales, hoy no tendríamos referentes de quiénes fueron nuestros grandes antepasados, aquellos que destacaron en cada momento por encima de sus conciudadanos, por sus logros intelectuales, políticos, científicos, etc. ¿Qué sería de nosotros sin conocimiento de quiénes fueron y qué hicieron Platón, Sócrates, Augusto, Copérnico, Leonardo, Jaime I o tantos y tantos otros personajes famosos de nuestro pasado?. Ellos ilustran cómo seres humanos y no superhombres fueron capaces de transformar su sociedad y darle nuevas alas para seguir avanzando hacia el futuro, dándonos con ello ejemplo para seguir nosotros por la misma senda, a través de personas que siguen haciendo cosas excepcionales cada día. La ausencia de medios a través de los que poder fijar la historia hace que en el pasado de la humanidad haya una enorme laguna oscura que sólo adquiere algo de luz hace quince o veinte mil años. Los cientos de miles de años anteriores están sumidos en el silencio, no hay fama ni famosos. ¿Cuánto daríamos por conocer quién fue, cómo era, como pensaba el primer ser humano que supo dominar el fuego, por ejemplo?. Qué gran modelo a seguir para generaciones posteriores que no lo conocieron. La fama es un eficaz mecanismo de crecimiento humano.
Otro motivo de alabanza sería la capacidad que tiene la fama de potenciar y hacer crecer a personas que se levantan por encima de otras y que nos guían, fuente de seguridad y confianza en momentos en los que se necesita de líderes que nos orienten, de grandes hombres y mujeres que sepan conducir al resto, protagonistas de la historia a los que agarrarse.
Es elogiable la forma democrática con la que la fama se nos presenta, plagada de oportunidades para todos y no reducida a ningún grupo de ilustrados con derechos por encima de los demás. Siendo rigurosos, cualquiera puede llegar a ser famoso, y algunos incluso sin desearlo a través de la acción del azar. A veces concede el reconocimiento público a aquellos que son aparentemente derrotados en sus retos, como les ocurrió a los espartanos en la batalla de las Termópilas. Son derrotas heroicas en las que los perdedores trascienden su triste final y se convierten, a través de las artes de la fama, no sólo en dignos del atributo de “famosos” sino que escalan hasta el nivel de héroes. Así es la fama, propaga los hechos excelentes a través de la opinión pública y los amplifica, de boca en boca y oído en oído. Es de este valor democrático del que nace la posibilidad de que cualquiera pueda ser merecedor del premio de la fama. Para gozar de sus favores, no hace falta salir victorioso de un reto, sino que precisamente por hacer grande una caída puede llegarse a la fama.
Este ofrecimiento de oportunidades hace que todos percibamos que la fama es un mérito que podemos alcanzar. Así, la fama convierte los deseos de trascendencia en reales y posibles. Es evidente que el gran avance que la comunicación ha tenido en los últimos tiempos ha potenciado este afán movido por la oportunidad. Secretamente, todos sentimos que podemos ser tocados por las alas de la fama. Este valor le da a la fama la una característica universal, haciéndonos a todos iguales ante la posibilidad de alcanzarla.
La fama representa asimismo un trampolín hacia la trascendencia. La persona famosa sabe que serlo le asegura en cierto modo formar parte del recuerdo más allá de su existencia. Sin olvidar que también cubre la necesidad de alcanzar el protagonismo necesario para sentirnos útiles y no perdernos entre las masas.
La fama proporciona iconos en los que basarse para construir el futuro. Investigadores, científicos, grandes estadistas, hombres de fe que alcanzan la fama se convierten en imanes y son fuente de inspiración y atracción para muchos otros que con su imagen en sus pensamientos desean emular sus éxitos con esfuerzo y sacrificio. Es así como la humanidad avanza.
Refutación de la fama
Siendo la fama algo deseado por todos, puede llegarnos gracias al azar o a base de sacrificios y esfuerzo. La fama lograda por casualidad, como la que puede tener él o la acompañante de alguien ya famoso, se vive con el desencanto de no creerse merecedor de ella y con el temor de perderla del mismo modo en que se logró. El azar es un gran repartidor de oportunidades, pero lo mejor es mantenerse fuera de sus juegos, por lo peligrosos que pueden llegar a ser. La “voz pública” que conoce esta fama casual castiga comúnmente a los que la gozan y padecen esta fama con una ironía castigadora. Sólo hay que observar los “programas del corazón” para descubrir lo tristes que son las vidas de los famosos por azar. El mejor premio que pueden conseguir esos personajes es que su fama sea efímera.
El poder, el triunfo, la victoria siempre han sido motivos ambicionados desde la antigüedad. Ninguno de ellos puede alcanzarse sin esfuerzo. Y así fue prácticamente hasta mediados del siglo pasado. Estudios llevados a cabo entre adolescentes estadounidenses muestran que actualmente el 31 por ciento creen honestamente tener expectativas de ser famosos un día, cifra que apenas superaba el 10 por ciento en los 50. Aún más, el 80 por ciento de estos adolescentes ya creía ser una persona “verdaderamente importante” para los que lo conocían. Esta masificación de los que creen estar bajo el punto de mira de la fama y a punto de alcanzarla, dificulta, saturándola, que otros con mérito lleguen a tenerla.
Pero en este afán por buscar fama, hemos llegado al máximo con el uso de las nuevas tecnologías. Cualquiera puede probar a construir su propia fama a través de internet. Son cada vez más frecuentes los ejemplos. Personas que cuelgan sus canciones, sus películas caseras, sus novelas que de pronto son escuchadas y leídas por miles de personas. Independientemente de lo que uno piense sobre el acierto, la creatividad o la vulgaridad de estas obras que se crean y transmiten en el mundo virtual, todas ellas poseen legitimidad. Porque legítimo es buscar acortar el camino hacia la fama deseada y burlar las enormes barreras que se nos presentan cuando cargados de méritos tenemos que competir por la fama con millones de personas que, sin una pizca de nuestras cualidades, nos engullen entre su masa.
La sociedad actual necesita cultivar la autoestima. Todos podemos alcanzarlo todo, incluida la fama. Y si bien la autoestima es el pilar del optimismo y el entusiasmo que tanto bien nos hacen, también puede ser la fuente de la frustración y la infelicidad. Dicen que la felicidad está en tener una autoimagen lo más cercana posible a la que nos gustaría tener. Y aquí está el problema, cuando la autoestima está tan sobredimensionada que se aleja dramáticamente de la realidad hasta el punto que, desde nuestro ego, detectamos que algo no funciona. Sólo una fama bien asentada puede salvaguardar una firme autoestima.
Otra característica social de nuestro tiempo es la necesidad y búsqueda de iconos. Necesitamos de estereotipos, modelos de cualidades y conductas, siempre lo hemos necesitado. Lo que ocurre es que hasta el siglo pasado bastaba con unos pocos: la madre, el padre, el noble, el caballero, el monje, etc. En el último siglo estos patrones han sufrido una gran multiplicación, con multitud de nuevos modelos surgidos a partir de matices y derivaciones (madre soltera, separada, de alquiler, etc.), a lo que cabe sumar creaciones nuevas nacidas de la difusión universal de la comunicación. Iconos del cine, de la música, del arte, de la televisión, de la moda, de las tribus urbanas, de las corrientes ideológicas, de la cultura, la ciencia, la arquitectura, la política, la literatura, el deporte, los negocios, la banca. Estos iconos necesitan nombres y apellidos, y es así como miles de afortunados son aupados a la fama por el “pueblo” necesitado de iconos modélicos a los que imitar para, en una especie de absurdo, aspirar al mismo premio.
Un capítulo aparte merece dedicarlo a la fama que devora a la persona que la posee. Puede darse que un personaje que ha alcanzado la fama gracias a sus méritos, poco a poco deba renunciar a ellos para parecerse a la imagen cambiante y sin criterio que pueden tener de él los demás. Y es así cuando encontramos a famosos esclavizados por la fama que poseen y que, en algunos casos, los llevan a la ruina personal. Es un riesgo del que ningún famoso puede sentirse a salvo. Y no me refiero al “virus” del endiosamiento del que también deben protegerse los famosos, sino al de la transformación devastadora a la que empuja la presión social. Y es así como de un deseo de libertad regeneradora centrado en el desarrollo de una personalidad singular que nos haga destacar, podemos pasar con facilidad a la esclavitud del rol animado por los demás y asumido por uno mismo como propio. Podríamos poner ejemplos de personalidades atrapadas en su rol, desde músicos cuyo éxito se basa más en lo que tienen de iconos que en su arte, hasta políticos que no pueden evitar que sus gestos contradigan a sus palabras.
Porque la fama nos convierte en personajes públicos, es decir en cosa de todos y, de este modo, se corre el riesgo de perder la esencia propia. Lo privado, como antónimo de lo público, se diluye y puede acabar desapareciendo. Es un riesgo que acaba frecuentemente en realidad, llegando a extremos paranoicos de defensa de la privacidad, consecuencia de la misma paranoia que convierte el interés público en persecución. En este proceso, se pierde el sentido de intimidad. Tenemos numerosos ejemplos de ello ocupando portadas de revistas y programas de televisión. Podríamos decir que son accesos a la fama mal digeridos, pero no obligados, dado también el caso contrario. Un caso emblemático es Amancio Ortega, propietario de Zara y la persona más rica de España y una de las diez con mayor patrimonio del mundo, y que ha sabido preservar su intimidad hasta el extremo de pasar inadvertido en el mundo de la prensa rosa. De ello podemos concluir que la fama no conlleva como elemento inseparable la pérdida de la propia identidad, pero si un claro riesgo a que esto ocurra.
La ambigüedad forma parte del propio sentido de la fama. Es ambigua en sus bases, porque es libre en sus propuestas y está abierta a todos, pero también esclaviza al que la posee; también es ambigua en sus criterios, porque tanto en la derrota como en la victoria se puede alcanzar; es ambigua en sus resultados, ya que nada asegura que tenga un valor positivo para el público ; ambigua en sus consecuencias, siendo, en ocasiones, un premio a méritos unánimemente reconocidos que reciban alabanzas de todos y en otras un castigo traducido en persecución y pérdida de intimidad e identidad. Puede ser que nos proporcione modelos éticamente aceptables o estereotipos absurdos y éticamente inaceptables.
La fama es un estado censurable también por la falta de criterios y condiciones que se necesitan para alcanzarla. Puede ser famosa una victoria o una derrota, una obra de arte bella u horrorosa, un acto heroico o un asesinato múltiple. Puede ser famoso el ahogado o el que se salva de la inundación, el que fallece en un accidente o el que se sobrevive a otro, el poeta sensible o el inculto deslenguado y ordinario, etc.
Por otra parte, no puede considerarse en sí misma un premio, dado que en numerosas ocasiones se convierte en un castigo que puede llevar la persecución por parte del propio “pueblo” que la ha creado y a una insoportable pérdida de la intimidad. Relacionado con esto, también es angustioso el poder transformador de la personalidad que puede ejercer la fama sobre el famoso, convirtiendo a alguien esforzado y meritorio en un pelele esclavo de la opinión pública que, paradójicamente, le ha convertido en famoso.
El riesgo a que la fama cree dioses o monstruos que no sepan administrar el poder de ser protagonistas de ese estado es muy evidente. El pasado nos proporciona una larga lista de personajes que en la paranoia de su fama pretendieron cambiar el curso de la historia; Hitler es un claro ejemplo de ello.
La creación de modelos que representan malos ejemplos para la sociedad es común en la actualidad. Desde cantantes drogadictos a políticos mentirosos o escritores mal hablados, deportistas violentos, etc. que son seguidos por personas que les admiran por sus méritos y que pueden causar una confusión de valores a estos seguidores.
Cuando, además, la fama llega por azar, estimula la falta de sacrificio en los demás. ¿Para qué trabajar para conseguir lo que muchos famosos, que además se han enriquecido a costa de su fama, han conseguido por que sí y sin ningún esfuerzo? Esto induce a esperar a que el azar también se cruce en nuestro camino, en un estado de dejadez que no permite el desarrollo personal.
Por otra parte, la masificación de la fama que estamos sufriendo hoy en día, con una especie de saturación de famosos que aparecen por todas partes (afortunadamente muchos de ellos de forma efímera), esa abundancia de oportunidades de ser famoso hacen crecer la percepción de que la fama es algo que está al alcance de nuestra mano. Obviamente esto no es así y esta percepción puede acabar convirtiéndose en pura y dura frustración. La proporción de jóvenes que llegarán a ser famosos en un grado que les llene es muy inferior a la de los que creen que será así. Esta frustración ocasiona que a veces algunos consideren alcanzar esa fama que se les resiste y a la que creen tener derecho de forma brutal, por ejemplo cometiendo un asesinato múltiple en el instituto. La fama no puede ser cuestión de todos, ya que “si todos fuésemos ángeles, el mundo parecería un gallinero, con tanta pluma”.
La fama también puede propagar ideas destructoras. Un ejemplo es la fama alcanzada por Bin Laden y como, a través de ella, es capaz de conseguir audiencias millonarias por los actos de sus seguidores o a través de los propios medios de comunicación.
Conclusiones
Ser o no famoso, tener o no fama, conseguir el reconocimiento público o sentirse reconfortado por el conocimiento del propio esfuerzo personal, a veces podemos decidir, por ejemplo cuando decidimos participar o no en un premio literario u optar a un galardón por una campaña publicitaria; otras veces no, en el caso de que la fama nos llegue por azar. Difícil negar u ocultar la satisfacción de ser honrados o alabados por algún mérito por familia, amigos o por la sociedad en general. Lo único que podemos afirmar con certeza es que la fama es el único camino por el cual podemos andar para ser recordados después de nuestro tiempo en vida.
En mi opinión, aunque haya motivos y ejemplos que ensucian el concepto de fama, ésta constituye un gran estímulo y un justo premio para todos aquellos que destacan por encima de los demás en su curiosidad, su ambición, su esfuerzo y dedicación en hacer avanzar a la humanidad.
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Caramba, Josep! Qué pedazo de ensayo... Me lo imprimo para leerlo de camino a casa... Y lo comentamos en alguno de nuestros "foros comunes"... Enhorabuena.
ResponderEliminarBsos