miércoles, 9 de septiembre de 2009

SOBRE LA FELICIDAD

La felicidad forma parte de esos conceptos abstractos que la humanidad adquirió muy al final de su travesía vital. Recientemente he vuelto a leer en un artículo la idea de que la felicidad es un destino que siempre ha estado presente en el ser humano, algo a lo que aspirar y que desde el principio de nuestra existencia ha sido un deseo que alcanzar. Discrepo de este punto de vista. Tengo una visión mucho más terrenal de lo que era la existencia de nuestros antepasados remotos como para dejarme ilusionar por esta idea tan hedonista. En mi opinión el único deseo que perseguían los humanos hace miles de años (y algunos menos también) era el de la pura y dura supervivencia. Lo mejor que podía pasarles cada día era poder levantarse para ver un nuevo amanecer. Con el devenir de los años fuimos capaces de compensar la hostilidad del entorno natural que nos rodeaba y, no lo dudemos, nos amenazaba constantemente con acabar con nuestra humilde existencia, con una hostilidad recíproca, con el uso del fuego, la fabricación de instrumentos amenazadores para el entorno, la caza, los asentamientos cada vez más inexpugnables y protegidos, etc. Pero todo ello tuvo que costarnos mucho sacrificio y mucho esfuerzo. Darwin fue de los primeros en darse cuenta de esta lucha sin cuartel que cualquier especie, entre ella los humanos, debe desarrollar sine die para sobrevivir en el ecosistema que le haya tocado vivir (y ello le costó críticas feroces de aquellos que durante tanto tiempo habían defendido el concepto de la creación divina del paraíso feliz, con un mundo ordenado y paisajes llenos de vida y armonía).

El desarrollo del lenguaje marca la gran diferencia entre nosotros y el resto de la materia viva del planeta. Ha sido el lenguaje y lo que significa de representación del mundo el que nos ha traído hasta aquí. Él ha posibilitado la racionalización del entorno, su descripción, su conocimiento y, en definitiva, el descubrimiento de las formas de dominarlo (organización social, planificación de los medios de subsistencia, conservación y transmisión del conocimiento, etc.). El lenguaje cumple con tres funciones básicas:
* La función comunicativa. El lenguaje transmite información sobre lo que observamos con nuestros sentidos.
* La función interpersonal. El lenguaje también es el instrumento que nos permite relacionarnos unos con otros, sin necesidad de transmitir cosas concretas del entorno. Por ejemplo, sirve para crear una atmósfera de confianza y paz o al contrario, un ambiente de conflicto. Sirve para acunar a un bebé en la cuna, para tranquilizar, estimular, animar, etc.
* La función representativa. El lenguaje nos permite no sólo representar lo que observamos, sino organizarlo de forma coherente. Permite relacionar objetos con espacios, momentos y acciones de planificación y anticipación, en un paso mucho más allá de la simple función comunicativa. Por decirlo de otra forma, es el lenguaje el que nos permite pensar. Sin él, no seríamos capaces de hacerlo. Así de claro.

Según los expertos, el lenguaje se inició con la necesidad de describir situaciones concretas, a modo de representación de fotografías del momento, mediante expresiones que algunos líderes sociales eran capaces de imponer al resto que los imitaban. De ese modo, una expresión sonora tenía un significado amplio, poco concreto, pero suficiente para el momento (por ejemplo, “he visto animales que cazar cerca de aquí” ó “cuidado, hay peligro en la zona”). Poco a poco estas expresiones se vieron forzadas a desglosarse en partes más clarificadoras, básicamente por la confianza que iban adquiriendo los usuarios del uso cada vez más frecuente de expresiones descriptivas. De ese modo fueron apareciendo expresiones que cada vez más se centraban en algo concreto, hasta llegar a poder transmitir el concepto “monte” ó “ciervo”. Si ponemos orden en la aparición de los conceptos intelectuales tan llenos de concreción que ahora gobiernan nuestro cerebro, puros artificios creados por nosotros mismos para, insisto, sobrevivir, encontraremos lógico que el lenguaje se iniciara cerrándose sobre objetos del entorno (bosque, cueva, serpiente, hoja). A continuación posiblemente llegaron las expresiones con significado de acción (correr, cortar, romper, lanzar), aunque éstas ya exigían el conocimiento de la individualidad y de la existencia personal (como les ocurre a los recién nacidos, que tardan un tiempo en darse cuenta de que son un ser vivo e independiente del entorno). Por ello creo que las expresiones de acción tuvieron que ser simultáneas a las que definían y transmitían sensaciones (dolor, frío, hambre, sueño, cansancio). Lo que sí tengo claro es que al final de este camino, muy al final, estuvieron las expresiones con el mayor contenido ideológico, las relativas a los conceptos abstractos: justicia, honestidad, esperanza, amor, palabras que exigen grandes dosis de imaginación para ser descritas y en las que todavía no hay un acuerdo unánime entre todos sus usuarios (¿nos pondríamos de acuerdo fácilmente, más allá de la definición del diccionario, sobre qué significa la palabra amor?) Entre estos conceptos reducidos a palabras esta la felicidad.

Sin echar mano del diccionario, cada uno podría hacer su propia definición de felicidad (es interesante probarlo). En mi particular visión, felicidad es un estado pasajero de dicha y placer que nos deja en paz con nosotros mismos y con lo que nos rodea y que nos incita a permanecer en él de forma permanente. Insisto en lo de estado pasajero, ya que la felicidad es un estar no un ser. Uno puede estar feliz durante un tiempo, pero ser feliz significaría mucho más. Por hacer una comparación fácil de entender, uno puede “estar” dormido, pero no “ser” dormido. Esta es una propiedad que la felicidad no comparte con otros conceptos abstractos. Por ejemplo, una persona puede “ser” justa de una forma en que la justicia forme parte de su propia definición como individuo, y serlo siempre, de forma constante, en cada momento de su vida (no sería una tarea fácil, pero sí posible). En cambio, no es fácil imaginar un estado permanente de felicidad. Entre otras cosas porque sería un peligro para la propia supervivencia. La felicidad nos llena de tanto placer que nos anula la percepción de las amenazas que constantemente nos acechan (recordemos a Darwin).

Tengo claro que el concepto de felicidad cumple con la función comunicativa del lenguaje, ya que comunica algo que estamos percibiendo con nuestros sentidos. También nos individualiza y permite que nos relacionemos con el entorno. Pero tengo mis dudas respecto a que cumpla con la tercera función del lenguaje, precisamente la que más aporta a nuestra supervivencia. La sensación de plenitud que nos embarga cuando nos sentimos felices no ayuda a prever, planificar, organizar, anticiparnos a las amenazas. Y me temo que por ello tenemos la historia plagada de mártires, felices en sus ideales incluso hasta el martirio y el fin de su existencia.

Volviendo al origen de este relato, imaginemos por un momento los momentos de felicidad a los que podían aspirar nuestros antepasados hace, por ejemplo, 20.000 años, en la época de las pinturas de Altamira:
* Tener a mano algo que comer durante el día.
* Gozar de unas horas de sueño no interrumpidas por cualquier ruido desconocido y amenazante.
* Disponer de un trozo de tela o piel para cobijarse del frío.
* Encontrar un curso de agua para saciar la sed.

Este era el dintel de felicidad al que cabía aspirar en ese momento. El nivel posible de infelicidad, en cambio, era terroríficamente superior. No hace falta poner ejemplos, pero las posibles penurias que amenazaban cada día al ser humano era enorme. Digamos que no se trataba de una situación de equilibrio.

Ahora ocurre algo parecido. En los países desarrollados gozamos de un nivel de subsistencia garantizado ni siquiera posible de imaginar hace no miles, ni siquiera cientos de años. Y desde esta base hemos de construir nuestras posibilidades de felicidad. Sigue siendo una situación en desequilibrio, pues de igual modo que hace miles de años, las amenazas de infelicidad superan con creces a las posibilidades de gozar durante un periodo de tiempo de este anhelo. Si bien es cierto que hoy sí podríamos considerar la felicidad cómo un destino asequible y buscado. La felicidad como aspiración es algo razonable en nuestro tiempo y en nuestro entorno, aunque no hay que olvidar que somos una pequeña parte de privilegiados los que podemos aceptar esto, ya que la gran mayoría de los seres humanos aún tienen como aspiración la simple supervivencia. No podemos olvidarnos de ello, por respeto a los que no gozan de nuestro estado de bienestar y a nuestros antepasados.

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